En alguna ocasión me dijeron que empleaba muchas malas palabras. Cada cual tiene sus opiniones y las respeto. Me parece que uso las que requieren mis personajes.
A modo de ejemplo les dejo un fragmento de VOLVER A EMPEZAR:
―Pito.
―No, pito no. Pitito.
―No. Pito.
―Los papás tienen pito, los nenes tenemos pitito.
―No... ―aclaró el pequeño Nacho, mientras golpeaba las
cabezas de sus confundidos compañeritos―, los nenes tenemos pitulín.
―No, no es cierto. El pitulín se llama pene ―pontificó
Malena, y todos los varones se echaron sobre ella, poco dispuestos a soportar
las boberías femeninas.
―¡No es cierto!
―Tú no sabes nada ―reclamó Nacho― porque tú tienes cachucha.
La pequeña Malena, una feminista en potencia a pesar de su
corta edad, no se dejó intimidar, y lista para defender sus ideas, le enrostró
un sonoro golpe al poco desarrollado Nachito. En venganza él la tomó por sus
rizos dorados, y ni la voz de su "seño" lo convenció de soltarla.
―¿Qué pasa aquí? ―preguntó Carolina, mientras terciaba en
la eterna batalla de los sexos.
―¿No es cierto... no es cierto que los nenes tienen pene, y
las nenas tenemos vagina? ―preguntó Malena con un tono doctoral que ya
anticipaba la respuesta, mientras se sobaba la cabeza adolorida.
Carolina suspiró. Lamentablemente sus alumnos habían
elegido el día del "paseo a la plaza" para entablar la típica disputa
de "salita de tres". Y es que a esa edad, (entre dos y tres años),
los niños necesitaban identificarse sexualmente, (y luego a los diez, a los
veinte, a los treinta, a los cuarenta...).
―¿No es cierto? ―insistió Malena.
―Sí ―respondió la maestra con esa sonrisa espléndida que
solía lucir cuando tenía un niño delante.
―¡No! El pito se llama pitulín, y no pene ―se enojó Nacho,
dispuesto a continuar dando pelea aun cuando esta vez tuviera que dejar calva
también a la "seño".
Sus palabras crearon una nueva conmoción, pero Carolina no
se inmutó. Por el contrario, asió con fuerza a su belicoso alumno y preguntó a
los demás:
―¿Cómo se llama él?
Los niños contestaron felices de saber con certeza la
respuesta.
―¡Nacho! ―gritaron al unísono, espantando a las palomas que
estaban alrededor y que se habían acercado a comer de las galletas que ellos
desperdigaban por el pavimento.
―¿Cómo te llamas, Nacho?
―Ignacio Fernando Santillán ―contestó el aludido con
orgullo.
―¿Entonces cómo se llama él? ¿Nacho o Ignacio?
―Mi abuelita me dice Ignacio cuando se enoja ―aclaró el
niño, y con una voz grave y arrugando el ceño, parodió: ―Dice: Ignacio, deja de
hacerte el tonto o se lo digo a tu papá.
Carolina sonrió por la imitación marcial de su alumno.
Conocía a la abuela, y el niño no exageraba.
―A Nacho, como lo queremos, lo llamamos así ―aclaró a los
niños que la rodeaban―. Si lo queremos más, le decimos Nachito o Nachín. Y
cuando nos ponemos serios lo llamamos Ignacio. De la misma forma, al pene lo
podemos llamar pito o pitulín, de cariño. No está mal. Pero si nos ponemos
serios le decimos pene.
―¿Tú tienes pene? ―preguntó Lucía, mientras se ponía dos
dedos en la boca.
―No, yo tengo vagina, como tú.
―¿Y tienes culo?
―¡Dijo culo! ―se rieron los demás de la ocurrencia de
Carlín.
―¿De qué se ríen? ―se sorprendió Carolina.
―Dijo una mala palabra. Dijo culo.
―¿Recuerdan lo que les expliqué? No hay malas palabras.
Sólo palabras más feas que otras, y que elegimos no decir para no molestar a
nadie. Pero ya que lo preguntas: sí Carlín, yo tengo culo, como todos los demás.
―Mi mamá dice que mi papá siempre se la quiere meter por el
culo ―explicó Carlín con un tono calmado y monocorde, como si estuviera
recitando el pronóstico del tiempo escuchado por la mañana.
―Y mi mamá podía sacar un conejo de su sombrero de paseo
―replicó Carolina sin inmutarse, y como si una cosa fuera la consecuencia
lógica de la otra.
Estaba preparada para ese tipo de “confesiones”. Los padres
tenían la pésima costumbre de hablar delante de los chicos como si no
existieran, y luego ellos usaban el jardín como caja de resonancia. No era algo
menor para Carolina. Ella siempre los escuchaba con preocupación. Porque si
bien los niños no podían descifrar el significado de las palabras, sí entendían
claramente los sentimientos que ellas escondían. Por eso las repetían en el
aula, para que la "seño" se las explicara. Y una vez más Carolina iba
a hacerlo, pero no allí. No con todos los demás. Por fortuna los niños eran
fáciles de distraer, y un conejo era mucho más atrayente que algo que se metía
por el culo. Pero los padres, en cambio... Los padres siempre prestaban
especial atención cuando se trataban esos temas. Y luego llegaban las críticas
en aluvión. Algunos creían que su hijo perdía la inocencia por conocer el
verdadero nombre de las cosas, y otros, por el contrario, la acusaban de
retrógrada si no hablaba como una enciclopedia. Incluso los menos interesados
en la educación de sus hijos tenían algo que decir cuando la educación se la
daba otro. Un tema difícil... En cuanto a lo de Carlín y el culo de su mamá...,
tendría que hablar con la señora. Y es que la única forma de educar a los niños
era escuchando a los padres.