Hace poco me pidieron una fotografía de mi lugar de trabajo. Como ya les conté en esa oportunidad, mi inspiración llega en cualquier parte. Por eso llevo un cuaderno de veinticinco hojas en el bolso, y en él escribo en los lugares más insólitos. ¡Incluso parada en el bus, o cruzando una calle!
Una vez en casa, lo más difícil para mí, lo paso en la compu que se ve en la foto. Después lo leo una y otra vez en voz alta, corrigiendo y corrigiendo hasta que el texto queda potable. Entonces, sí, con todo listo, no me queda más que… guardarlo. El tiempo es mi gran corrector, porque lo que hoy suena razonable y claro, mañana puede resultar inentendible.
Luego, por supuesto, llega el corrector de carne y hueso. No crean, me costó mucho encontrar uno bueno, que entendiera mis razones, y tolerara los caprichos de todo escritor.
La foto salió publicada por Marina Nicoletti en un grupo de Facebook (1), y como ocurre con mis novelas, recién entonces me di cuenta de que faltaba un detalle importantísimo: la ovejita de la discordia.
La Paloma de la Paz
ó
la Oveja de la Discordia
¿No está linda?
Pero no crean que
es un simple juguete… No, es un verdadero estandarte de mi matrimonio.
El año que la
compré, (uno de esos que se quiere borrar de la memoria), pactamos con mi
esposo dejar a un lado los problemas e ir de crucero hasta South Hampton, en el
Reino Unido, y de ahí tomar una excursión por los lagos de Escocia. Para los
que no los conocen, les diré que son de igual belleza que los de nuestra
Patagonia (2) (es decir, increíbles). Pero allí adonde nosotros tenemos naturaleza
virgen e indómita, ellos tienen historia y cultura.
El año en
cuestión había sido tan terrible, que incluso el día anterior a embarcarme lo
había pasado en una comisaría, denunciando penalmente a un individuo por
amenazas e intento de estafa.
Así es mi vida:
siempre tengo para entretenerme.
El crucero,
entonces, resultó un bálsamo. Comer sentada a una mesa, sin teléfonos ni señal
de wifi, dormir arrullada por las olas, sin bocinas, frenadas o griteríos, y
llegar a puerto, mientras las luces y sombras del amanecer dibujaban los
contornos de una nueva ciudad por descubrir. Algún día les voy a contar de ese
crucero: tres muertos, un rescate aéreo, marejadas récord… Bah, un paseo,
comparado con mi vida por aquel entonces.
Llegar a South
Hampton tampoco fue fácil. Pero el viaje a Escocia, con sus Highlands de un verde diferente de los
campos y lomas de la Inglaterra del sur, sus lagos silenciosos y castillos
derruidos que hacen volar la imaginación, resultó en verdad encantador.
Tengo que
confesar que no soy como la mujer promedio. Quizás por ese motivo siempre me
fascinó ver a una maquillándose, habilidad que aún hoy me es esquiva, (¡hasta
me casé a cara lavada, para horror de parientes y familiares!). De la misma
manera, tampoco comparto con las de mi género el placer por las compras. Tengo
“cero” instinto de cazadora. Y por eso cuando voy de viaje disfruto más de
charlar con alguien del lugar, o hasta viajar en metro, antes que encerrarme en
un Mall. Pero ya sea en casa o de viaje, hay objetos que tropiezan conmigo pese
a mi indiferencia, y me atrapan por su belleza, perfección, o simplemente por
su encanto. Así ocurrió con la ovejita: fue amor a primera vista.
En la excursión
habíamos trabado relación con otros argentinos. Los hombres caminaban juntos,
sacando fotos u ofreciendo, a quien los quisiera oír, interesantes datos
históricos, geográficos y hasta geológicos, de dudosa certeza.
Las mujeres, y yo
con ellas, se abalanzaban a comprar. Pasaban entonces ante mis ojos infinidad
de “recuerdos”, estatuitas o muñecos, para que brindara mi opinión sobre su
valor y belleza. Y como odio mentir, más de una vez me vi obligada a buscar en
mi mente sinónimos de cursi o patético que no ofendieran a nadie. “Gracioso”,
decía, sin aclarar si era porque el objeto tenía su gracia, o porque la
producía.
Los bolsos de
todas comenzaban a llenarse de decenas de cosas inútiles, que serían olvidadas
una vez en casa, previo pago de la correspondiente multa por exceso de
equipaje.
Los maridos, por
supuesto, protestaban. A sus conferencias sobre tonterías pronto se añadieron
las críticas feroces a las mujeres en general, y a sus cónyuges en particular.
Y mi esposo, que habitualmente pelea conmigo para que compre lo primero que
miro en un negocio, (antes creía que lo hacía por generosidad y
desprendimiento, pero ya me di cuenta de que es sólo para terminar rápido con
el asunto de las compras), él, mi dulce marido, quizás por “efecto contagio”,
comenzó a mirar con horror cada objeto que yo tocaba.
Y entonces
apareció la ovejita. Me miró, nos miramos, y ni siquiera me importó que tuviera
una patita coja. Ese era un regalo ideal para alguno de los niñitos de la
familia a los que tengo que regalar todos los meses, (¿les conté que mis hijos
tienen veintidós primos hermanos, y que para horror de mi bolsillo, con todos
nos llevamos bien?)
La tomé sin
pensarlo, y ya casi estaba en la caja, cuando vino mi marido y de mal modo me
susurró al oído: “Por comprar esta porquería faltará lugar en la valija para
cosas mejores. ¡Pesa una tonelada!”.
Tengo que
contarles algo acerca de las peleas con mi marido. De novios eran sangrientas:
iban desde temas filosóficos, políticos, hasta cuál de los dos era más
inteligente, (bueno, en eso todavía no hemos acordado).
Ya de casados las
discusiones versaban sobre el manejo del dinero, (cada uno quería echarle esa
responsabilidad al otro), los hijos, (¿quién dijo que unen a un matrimonio?), y
hasta la familia, (siempre confesé que si había enrejado los balcones de mi
bello departamento del piso trece era para evitar que mi marido e hijos se
cayeran…, o que yo los tirara).
Como dije muchas
veces, creo que un gran amor se construye cada día y se defiende a cada hora.
Pero con el tiempo fui aprendiendo a pelear mis batallas. A ceder en las
tonterías diarias, a negociar en las cosas importantes, y a imponerme en las
imprescindibles para mí. También me di cuenta de que no sirve quedarse a mitad
de camino entre los propios deseos y los del otro, porque así nadie es feliz.
Ceder, en cambio, tantas veces como cede nuestra pareja, es una buena
forma de renovar el amor. Mimar y sentirme mimada es uno de los grandes
placeres que me ha dado el matrimonio.
Pero ese día en
particular, el de la oveja, el espíritu del monstruo del lago Ness parecía
haber invadido el cuerpo de mi esposo. Primero le hice caso y dejé el dichoso
juguete en su lugar. Y es que, en general, (y a pesar de que yo siempre le digo
lo contrario), mi esposo es prudente en sus consejos y vale la pena escucharlo.
Pero la aspereza de sus palabras, inusual en él, me rebeló. De repente yo no
era más que una mujer tonta y derrochadora como las demás, y él, otro
troglodita que chillaba sin tratar de entender razones. Y a mí no me gustan ni
los trogloditas ni los chillidos.
Tomé entonces mi
ovejita del montón. Esa, la que había elegido primero, aunque tuviera la pata
coja, porque de la misma forma había elegido a mi marido: tenía que ser él, y
no otro, aun a pesar de todos sus defectos.
Ahora… Ahora ya ha pasado algún tiempo, y cada vez
que asoma el macho chauvinista que todo esposo lleva adentro, sólo me basta con
enseñarle la ovejita para que terminemos riendo juntos.
Por eso siempre
está en mi escritorio.
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(1)
Marina la publicó en AMIGOS LITERARIOS SIN FRONTERAS el 6 de octubre de 2017. Mi agradecimiento a ella y a los demás
integrantes del grupo por ese hermoso recuerdo.
(2)