¿Qué era ese
ruido? ¡Los vecinos, como siempre! Manga de inadaptados, que tanto reían como
lloraban a los gritos. Ni algo tan íntimo como la intimidad podían hacer
callados.
Pero, ¿qué había
sido eso? No era la voz de esa negrita fiera, chillona, como todos los del
interior. Ni las palabrotas de aquel energúmeno que apenas sabía hablar el
castellano. Ese era un ruido distinto. Un murmullo. Como si algo terrible
hubiera ocurrido en la casa. Porque esa gente era así: chillaba con lo banal, y
callaba lo importante. Sólo recordaba haber percibido esos murmullos en la casa
una vez, el día del asalto al viejo del piso quinto. Después todos fueron al
entierro. Todos, menos ella, por supuesto. Ella jamás se daría con una gentuza
semejante. El que sus sobrinos la hubieran estafado, arrojándola en ese
infierno, no justificaba olvidar su dignidad. Vivir en Villa Ortúzar, en una
casa de gentes bajas, como esa nenita estúpida que solía llamarla abuela, no la
convertía a ella en su semejante.
¡Abuela!... ¡Qué
tupé! Por fortuna, nunca había sido tan idiota como para tener hijos. Con sus
sobrinos, para traiciones, le bastaba.
¿Por qué había
cesado el ruido?
Ese silencio era
ahora atronador.
Pero no iba a
darles el gusto de salir de la casa para participar de sus cotilleos. Lo que
ocurriera afuera no era asunto de su incumbencia. Ella, una Rodríguez Larreta,
(Rodríguez por un mal paso de la abuela, y Larreta por todo lo mejor de la
ciudad), no podía mezclarse con la chusma.
Trató de dormir
un poco, pero el silencio se lo hizo imposible.
¡¿Por qué nadie
hablaba en esa casa, construida a fuerza de gritos?!
Ya estaba
decidida. A pesar de ser las once de la mañana, iba a salir a comprar las masas
de las cinco. Pasaría por el corredor, como siempre, ignorándolos a todos. Pero
aguzaría el oído, sólo para cerciorarse de que no estuvieran tramando algo en
su contra.
Intentó abrir los
ojos, para luego ponerse de pie. Pero fue inútil. La fuerza la había
abandonado. A ella, que a fuerza de pura voluntad se había enfrentado a esa
caterva de seres tontos que pretendían ser amigos, familiares y vecinos. A
ella, que había transitado el mundo oponiéndose con fuerza a él, indiferente a
la suerte de los otros.
Un dolor profundo
en el pecho no le permitió seguir pensando.
¡Tantas veces
había dicho “prefiero estar muerta antes de vivir de esta manera”!
Y
ahora…
Ahora se estaba
muriendo de verdad.
Sí, lo
sabía. Ese vacío completo, abrumador…
¿Por qué nadie le
tendía la mano, la acariciaba? ¿Dónde estaba esa luz reconfortante al final del
camino? ¿Por qué ya no podía escuchar, oír, compartir la vida, aunque fuera la
de los otros?
¡No! Eso era
imposible. Simplemente no estaba dispuesta a permitirlo. ¡Nadie le había
enseñado a vivir, y ahora nadie le iba a imponer la muerte!
¿Qué ruido era
ese?
Una puerta que se
abría. La negrita de al lado, ¡seguro!, trayéndole la sopa de las doce.
¡Y ella que se
había creído muerta!
Esperó un rato.
¿Dónde estaba el
maldito mejunje? ¿Dónde, la negra fiera?
—¿Abuela?...
Abuelita… Mamá, ¿por qué la abuelita no se mueve?
—Uh… Parece que
la vieja de mierda se murió.
—¿Estás
segura?...
—No ves que no se
ríe, ni juega…
—¡Ah!... ¿Eso es
morirse? Entonces no te preocupes, mami. La abuelita ya se había muerto hacía
rato.