Para muchos Mar del Plata es una hermosa playa, la más popular de la
República Argentina, ubicada en el suroeste de la provincia de Buenos Aires.
Pero para mí es un lugar en medio de mi memoria, junto con los recuerdos
felices de veranos pasados con amigos y primeros amores.
Tengo que decir que nunca fui una mujer insegura de mis capacidades
para conquistar a un hombre. Ponía el ojo en los tipos correctos, los que
además de una cabellera hermosa tenían cerebro, los que desarrollaban músculos
y sentimientos en una armonía refrescante. Yo sabía que tenía grandes chances
de atraer con cierta facilidad a esos objetos de mi deseo. Charla inteligente,
sonrisas encantadoras, menear un poco el pelo, (y discretamente también algunas
otras partes de mi anatomía), me convertía en atractiva a sus ojos. Sabía cómo
hacerlo, y me encantaba demostrarlo.
Así, siempre me valí del encanto que todas las mujeres tenemos
naturalmente. Pero en Mar del Plata…
¿Alguna vez les conté que, aún cuando pesaba cuarenta y cinco kilos,
tenía, (y por desgracia tengo, porque eso es lo único que no se pierde con los
años), unas bellísimas piernas gordas con su celulitis correspondiente? Bueno,
quizás no eran taaaan gordas, pero lo suficiente como para desentonar con el
resto de mi cuerpo armónico. Y así, los mismos tipos que perdían la cabeza por
mí al verme en tierra firme, se perdían en la profundidad del mar si me
conocían en la playa. ¡Y Mar del Plata tiene unas playas enormes! Podía decirse
que mis mallas eran como elementos disuasorios comprobados para iniciar
cualquier romance. Mi kriptonita del amor.
Yo lo asumía un poco divertida y muy resignada. Total mi peso variaba
entre muy flaca, flaca, normal, gordita y gorda. Y ya había aprendido que el
sexo opuesto no estaba tan atraído por la balanza como por una sonrisa
contagiosa y un gesto amable y divertido.
¿Sonó como que podía conquistar a cualquiera sin esfuerzo? ¡Claro que
no! Tal cosa no existe, ni para mí ni para Sol Pérez, (no me pregunten quién es
Sol Pérez o qué hizo, porque no lo sé, pero puedo asegurarles que gracias a la
Intenet conozco más su culo que el mío). La conquista implica siempre un
trabajo arduo, y su éxito depende de factores tan variables como: las
cualidades del ser a conquistar, la propia predisposición, y, por supuesto, lo
inclinada que esté una a abrir las piernas con cualquiera, porque, ¡vamos!, los
hombres son más fáciles que la tabla del uno.
El verano del que les voy a hablar fue hace muchísimos años. Dejaba
atrás la gordura de la adolescencia para adentrarme en una atrayente
normalidad. Tenía dieciocho años, iba a la facultad, y me había enamorado. Fue
la primera y última vez en mi vida… Y no, no estoy hablando de mi marido. De mi
marido no me enamoré. Es más, era el último tipo sobre la tierra del que quería
o buscaba enamorarme. Quizás porque decididamente mi marido no es “mi tipo”. Él
simplemente es. Y amarlo fue tan incómodo como imposible de evitar. Con mi
amigo, en cambio, las cosas fueron desde un principio muy distintas. Él sí era
mi tipo: atlético, rugbier, con un cabello renegrido y ligeramente rizado, y
unos ojos color caramelo que te clavaba con impertinencia y parecían poder ver
hasta lo profundo del alma. Con una sensibilidad exquisita pero perturbadora,
desordenada. Éramos compañeros en los primeros años de la facultad. Luego él
dejó la carrera, como ya había hecho otras tantas veces, sumando las ciencias
económicas a una larga lista de intentos fallidos. Pero mientras estuvimos
cursando juntos, cada día resultaba emocionante por esa posibilidad que la
amistad acercaba y alejaba a la vez.
Sería injusta con él si dijera que no intentó algo conmigo. Tres veces
lo hizo. Siempre entre risas y medias palabras, (cuestión de no ahogarse si la
pileta estaba vacía). Y las tres veces yo le respondí con más risas y burlas,
denegando la invitación que decía no tomarme muy en serio. ¡Pero claro que lo
hacía! Porque las mujeres somos así, y nos tomamos en serio hasta las
propuestas más mentirosas de los hombres. Pero siempre fui una mujer más
práctica que romántica, y sabía que mi vida, (o el rato de atención que me
prestara), junto a un galán semejante sólo podía ser para desgracia. Salir con
alguien que estaba varios escalones por encima en apariencia física, y varios
escalones por debajo en sensatez y sentimientos no era una buena idea. No lo
parecía entonces, a mis dieciocho, y menos lo parece ahora.
Cuando dejó la facultad pensé que ese gran amor inconcluso podía
considerarse un capítulo terminado a su manera, con final abierto. Pero el
destino se encargaba de reunirnos una y otra vez. Y él era muy lindo, y yo
quizás demasiado cauta. Aunque, ¿se puede ser demasiado precavido en cuestiones
de amor?
Y ahí estaba yo, ese verano en Mar del Plata. Conociendo chicos en la
costa que luego, inexorablemente, se perdían en la playa. Estaba junto a mi ex
mejor amiga, (esa, les aseguro, es otra historia), que por entonces estudiaba
Letras.
Las salidas, sin embargo, eran con chicos y chicas de Económicas. Y
más que nada con una compañera de estudios: una morena escultural, de pechos
como no he visto otros, piernas largas y una vocesita suave que prometía una
estupidez encantadora y que no tenía nada que ver con su cerebro rápido e
inteligente. Era de imaginar entonces que cuando las dos posamos nuestros ojos
en un chico, un pibito con familia millonaria, ese chico la prefirió a ella,
(vamos, que incluso yo hubiera hecho lo mismo). Y ahí estábamos los cuatro, mi
ex mejor amiga y yo, junto a la parejita feliz, en la estancia de la familia de
él. Porque Mar del Plata tiene eso. Además de unas playas anchas, desmesuradas,
con un mar bravío como sus habitantes, está rodeada de campo y vacas.
Todo resultaba interesante. La gente de la estancia, que hablaba del
heredero con el cariño fiel de trabajadores que lo habían visto crecer,
intentaban ganarse a la novia. Mi ex amiga y yo escuchábamos las anécdotas un
tanto aburridas, aunque encantadas con el entorno agreste.
Y entonces, cuando el paseo acababa, apareció él. El hermano mayor de
mi amigo. Y con la misma mirada profunda e inquietante del otro, el único
hombre del que me había enamorado en mi vida. La conexión entre nosotros fue
inmediata. Como si él supiera. Como si hubiera formado parte de eso que el otro
y yo nunca pudimos construir.
Esa noche fuimos a Cabo Corrientes, el punto más inmerso en el
Atlántico de toda Mar del Plata. Tomamos unos tragos. Entre amigos propios y
ajenos éramos una pequeña multitud. Pero para todos los que nos rodeaban
quedaba claro que sólo éramos él, el hermano de mi amigo con su mirada
inquietante, y yo. Charlamos toda la noche, reímos, construimos una intimidad
propia de viejos amigos pero con el misterio y la fantasía de los que recién se
reconocen.
Quedaba claro para todos que algo muy fuerte había sucedido entre los
dos. Así me lo hizo saber mi ex amiga, enfurecida, ni bien nos quedamos solas.
Se enojó por no haberla incorporado a la charla, por dejarla a un lado, o, lo
único que no dijo, por no haber sido ella la que conquistara a semejante galán.
Mi compañera de la facultad también se apuró a acorralarme,
fantaseando con ser concuñadas. Salir juntos los cuatro.
¿Ya dije que a pesar de que parezca lo contrario, no soy tan romántica
como práctica? Por alguna deformación en mi cerebro no puedo atender tanto a lo
que la gente dice, como a lo que calla. Y entonces lo vi con claridad: a mi
compañera le gustaba su cuñado. Su novio era lindo, gordito, buenazo, (que es
una forma simpática de decir medio tonto), y, sobre todo, estable. Un buen
material para marido. El hermano, en cambio, era arrebatador. Inquietante. Con
fuego en la mirada, y una sexualidad contenida por encontrarse entre buenos
chicos de una universidad católica.
La cita era al día siguiente en la playa. Y no sólo yo lo esperaba,
sino todas las mujeres que habían compartido con nosotros esa noche en Cabo
Corrientes. Algunas por curiosidad, otras
por… No sé. Pero el hermano de mi amigo nunca apareció. Ni ese día ni
los siguientes. No lo volví a ver nunca más en toda mi vida.
No fue una gran decepción. En mi mente la imagen de él estaba muy
confundida con la de mi primer enamorado, y era igual de peligrosa. Pero nunca
dejé de fantasear sobre las razones de su desaparición. ¿Mis piernas gordas
avistadas a la distancia? ¿Mi perfil de niña seria y ñoña, alejada de toda cama
que no fuera la propia? ¿O, lo más probable, un vano intento por evitar a la
mujer que lo inquietaba, que lo había inquietado siempre, y que por desgracia
era su propia cuñada? Me inclino más por esta última. Nunca gané a un tipo en
la playa, pero tampoco perdí a uno ya conquistado en ella. Y él no parecía
demasiado preocupado por mi ñoñez. Dudo que eso lo alejara. Más bien parecía
fascinado por el reto. No, allí había algo más. Esa noche yo le había hablado
todo el tiempo al que a esas alturas ya era mi asignatura pendiente, y no al
que estaba sentado junto a mí. De la misma forma creo que sus palabras, tanta
intimidad y cercanía, también tenían otra destinataria.
Por desgracia nunca me enteré del final de la historia. El tiempo nos
fue separando. Seguí avanzando en la carrera, mientras los otros quedaban atrás
un tanto empantanados.
Con respecto al objeto de mis desvelos, tengo que decir que por aquel
entonces apareció mi marido. Y me di cuenta de que el amor era algo muy distinto
a estar simplemente enamorado, y que era lo suficientemente impertinente como
arrastrarte en sus aguas tumultuosas sin pedir permiso ni permitir cálculos. Y
esta vez yo me dejé arrastrar. Vamos, que soy práctica, pero tampoco estúpida.