sábado, 31 de diciembre de 2016

FELIZ AÑO NUEVO


viernes, 30 de diciembre de 2016

SALIR “DE TRAMPA”










—¡Vamos, Greta! Hace una hora que te espero, y ya no sé cómo quitarme de encima a tu jefe.
—Tú siempre tan impaciente, Paula. Apenas son las nueve. Mi turno todavía no se acaba.
—¿Y para qué me pediste que te viniera a buscar tan temprano entonces?
—Quería que conocieras a unas personas, y...
Su amiga se exasperó.
—¡Otra vez, Greta! Te dije que no estaba interesada en salir con los tipos que conoces en los eventos en que trabajas.
—¡No seas tan remilgada! A estos me los presentaron en un Congreso de Medicina. Son médicos.
—¡Ni aunque fueran millonarios! ¡No me interesan!
—Eres tú la que necesita encontrar un marido antes de los treinta, no yo... Y ya tienes veintisiete. El tiempo pasa, amiguita. Deberías agradecerme.
Dos tipos de unos cuarenta años se acercaron hasta ellas. Eran lindos, y tenían aspecto de  prósperos, pero todo en su actitud parecía gritar “trampa”. Para empezar, sus maletines y sus trajes eran más los de un visitador médico que los de un doctor. Sus perfumes eran baratos, y no como las delicadas fragancias importadas en que solían invertir los solteros de esa edad. Incluso el más bajo exhalaba un olor intenso a champú para niños. El otro, en cambio, tenía el típico halo claro en su dedo anular. ¡Idiotas!
Ni bien saludaron a las muchachas con unos besos babosos, se apuraron a anunciar que la cita iba a ser breve. Tenían que regresar antes de la medianoche, porque a primera hora de la mañana les habían pautado una operación de cerebro. Por supuesto durante el transcurso de la charla quedó claro que esos tipos nefastos no habían estado nunca en contacto con un cerebro ajeno, y mucho menos con el propio. Posiblemente esa fuera una de sus primeras escapadas, ya que ninguno de los dos había perfeccionado la delicada trama de mentiras que solía acompañar al infiel experimentado.
Sí, porque a esa altura de su derrotero como soltera por la ciudad, Paula ya era toda una experta en engaños y ardides masculinos.
Durante la primera media hora de la cita, los dos idiotas comenzaron a competir con disimulo, (¿?), para quedarse con Greta. Paula ya estaba acostumbrada. Su compañera era de una belleza impactante, y solía usar una falda tan pequeña como su moral.
Luego de hacer el ridículo por un rato, por fin se impuso el tipo con aroma de bebé. El del anillo olvidado, en cambio, tuvo que conformarse con el premio consuelo. Claro que Paula no se consideraba a sí misma como de descarte. Por el contrario, se sabía hermosa, y conocía su poder sobre los hombres inteligentes. Pero con tipos como esos, más preocupados por un buen culo, o unas tetas como repisa, ella, gracias a Dios, no tenía demasiada chance.
Por un tiempo largo el del anillo faltante, que al parecer ya se había resignado a su poca suerte, intentó una conversación íntima que lo acercara pronto a su objetivo. Fue entonces cuando comenzaron a surgir historias sobre autos importados y vacaciones al Caribe, tan falsas y ridículas como su presunto protagonista. En todas ellas el epílogo que se desprendía era el mismo: “terminamos en la cama, y la maté, porque en la cama soy el mejor”. Y cada vez que el tipo la contemplaba buscando su admiración, Paula apenas podía contener la risa. Greta, en cambio, escuchaba al otro arrobada, de seguro imaginándose mientras paseaba en un lujoso modelo deportivo alemán. Y es que a pesar de haber oído historias semejantes cientos de veces, de boca de otros tantos hombres, la pobre muchacha todavía conservaba la ilusión de que, alguna vez, tales fantasías fueran reales.
—Así que eres periodista —aseveró el tipo sin el anillo—. ¿Dónde trabajas?
—Bueno —se apuró a contestar Greta, temiendo que Paula dijera alguna barbaridad—, en realidad ella es...
No pudo seguir, porque su amiga se anticipó a terminar la frase.
—Asistente de Ezequiel Cárdenas —confesó sin faltar a la verdad.
—¿Ezequiel Cárdenas? ¿El de “Rompiendo las pelotas”?
—Sí. El de “RLP”.
—¡Vaya! —exclamó el otro con admiración— Ese fulano está metido en todos los líos que se arman en la política. ¡Parece saberlo todo! Me pregunto cómo hará.
Paula sonrió, y bastó ese gesto inocente para que su amiga, del otro lado de la mesa, se pusiera a temblar. ¡Conocía esa sonrisa y, aun peor, lo que venía después!
—¡Qué rico está el cordero patagónico! —mencionó Greta, en un intento vano por cambiar el tema.
—En realidad —contestó Paula, impiadosa—, mi jefe tiene el único archivo con datos interrelacionados del país. Todo lo que eres o tienes, figura en él.
—¡Guau! —se sorprendió su acompañante—. Me encantaría ver el de Tinelli, o el de Suar.
—Pero no sólo están los famosos de la televisión —continuó la muchacha con fingida inocencia—. “Todos” figuramos.
—¿“Todos”, cómo quién? —preguntó el que parecía más listo con algo de preocupación.
—Te daré un ejemplo —explicó Paula, encantada—. Hace ya un mes, una noche Greta y yo salimos con un par de idiotas. Los tipos nos habían dicho que eran solteros y que trabajaban en un hospital. ¡¿Podrán creer que nos estaban mintiendo?!
El del anillo faltante se atragantó, pero el otro salió rápidamente en su auxilio.
—Hay gente para todo —comentó compungido.
—¡Ni que lo digas! Bueno, por fortuna al llegar a casa lo primero que hice fue entrar en los archivos de mi jefe. Allí figuraba todo: estado civil, domicilio actualizado, estudios, profesión. ¡Y nada de lo que habían dicho resultó cierto!
—¡Qué desfachatados! —simuló espantarse el que parecía más listo.
—¿Y qué hiciste? —preguntó en un hilo de voz el otro.
—¡¿Qué iba a hacer?! ¡Lo único posible! Me comuniqué de inmediato con la mujer de uno de ellos, le aporté las pruebas concretas, y para las ocho de la noche ya la pobre muchacha había cambiado la cerradura de su casa y vaciado las cuentas bancarias conjuntas. ¡Era lo mínimo que ese idiota se merecía!
El compañero de Paula miró al otro con un gesto desfalleciente, obligándolo a intervenir.
—Sí, se lo merecen por torpes —replicó “aroma de bebé”, con la vista fija en su amigo—, por dar sus nombres verdaderos.
Paula volvió a sonreír. Los presuntos “Ramiro y Nicolás”, varias veces habían intercalado un “Néstor y Lalo”... ¡Principiantes!
—¡Claro que no nos dieron sus verdaderos nombres! Pero me bastó buscar la matrícula del automóvil que conducía uno, y mirar los datos de la tarjeta de crédito que usó para pagar la cuenta el otro, para que quedaran al descubierto.
—¡¿La matrícula?! ¿Anotaste el número de las placas? —preguntó el “sin anillo”, al borde del colapso. Y de inmediato se dirigió a su compinche—: ¿Por qué no me acompañas al “toillete”, amigo? Creo que el cordero está haciendo su efecto.
En menos de un segundo, y como por arte de magia, los dos farsantes habían desaparecido.
—¡¿Por qué hiciste eso, Paula?! ¡Eres horrible!
—¿Qué pretendías? ¿Acaso no te diste cuenta que no han dicho ni una sola cosa cierta desde que se sentaron?
—¿Y con eso, qué? Todos mentimos un poco.
—¡Son casados!
—¡¿Y con eso, qué?! De seguro Ramiro no es feliz con su mujer, si el pobrecito tiene que ir por allí en busca de una aventura.
—¡Ni siquiera se llama Ramiro!
—Ya sé. El tuyo le decía Néstor todo el tiempo.
—¡Silencio! Allí vienen.
Paula se apuró a ponerse de pie y salirles al encuentro. ¡Lo único que faltaba era que se fugaran sin pagar su parte!
—Nos ha surgido algo, muchachas. La operación de cerebro...
—¡No me digas! —se espantó la presunta periodista— De seguro explotó antes de tiempo...
“Perfume de bebé” la miró con desconfianza, pero se limitó a decir: —Algo así... Tenemos que irnos.
—¿Ya pagaron la cuenta? —los apuró Paula.
—¿La cuenta?... Ah, sí, sí, claro... Me había olvidado... Aquí les dejo doscientos pesos.
—¿Y nosotras cómo nos volvemos a casa? —preguntó con auténtica inocencia Greta.
—¿Por qué no nos llevan en su auto? —añadió con malicia su amiga.
—¡No! —gritaron ambos galanes al unísono.
—Aquí les dejamos veinte más para un taxi... ¡Hasta luego!
—¡Hasta luego, Néstor! —contestó Paula con una sonrisa.
Y el pobre “Ramiro” se estremeció.

(Tomado de “Elegir al mentiroso”, 1)

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jueves, 29 de diciembre de 2016

“¡¿QUIÉN TE CREES QUE ERES?!”





Fue cuestión de entrar al departamento de Cárdenas, para que Guido no pudiera ocultar su excitación. El muchacho había aprovechado tanta reunión secreta en casa de su jefe para entablar una especie de “amistad” con su asistente domiciliaria, la bella Paulita, que no sólo estaba buenísima, sino que también le sonreía con encanto.
Esa tarde en particular el joven conductor se salía de la vaina. Durante algunos minutos Guido permaneció callado, simulando escuchar a su jefe con atención, pero pendiente de la puerta de la cocina.
Cuando Ezequiel tenía entre manos alguna noticia jugosa, se dejaba arrebatar por su impulso natural de joder al prójimo, y se volvía insoportable. No era por hacerle compañía que su empleado estrella había ido hasta allí, sino por aquel otro encuentro que, anticipaba, iba a ser el definitivo.
Por fin, y luego de un tiempo prudencial, Guido no aguantó más
—Voy a pedirle un café a Paulita —dijo.
Pero su jefe no era tan tonto.
—Déjala tranquila a “Paulita”. ¿Qué? ¿Vienes a casa para conquistarla? ¿Crees que te pago para que consigas novia?
—¿Cómo puedes pensar eso de mí?
—¡Vamos, Méndez! No perdonas una.
—¡Mira quién habla!
Por unos segundos volvieron a quedar callados, absortos en los papeles.
—De verdad quiero ese café. Me estoy durmiendo.
—Vives dormido —resopló Ezequiel, mientras encendía los monitores que tenía enfrente. En uno de ellos, la figura longilínea de su empleada doméstica estaba agachada, buscando algo.
—Nunca pensé que hacer las tareas de la casa fuera tan sexy —reflexionó su amigo, encandilado frente a la pantalla.
Cárdenas lo observó, molesto.
—Llévatela a la cama pronto, y déjame de joder, Méndez. Si quieres algún día te doy la llave, y te dejo solo con ella. ¡Pero ahora tienes que concentrarte! Comencemos a trabajar, por favor. Tenemos una bomba de tiempo entre las manos, y tú te ocupas de un culo cualquiera.
—No es un culo cualquiera.
Ahora su jefe lo miró con enojo.
—Mejor te consigo ese café —accedió al fin—. Ya estás delirando... Tal parece que si no te la tiras rápido, vas a comenzar a hablar de amor.
—Estoy caliente, no borracho.
—Más te vale —le advirtió Ezequiel, mientras se asomaba a la cocina—. Berta, dos cafés —escupió a modo de saludo, para volver a cerrar de inmediato.
—Quizás Paula necesite ayuda...
—De verdad, déjate de idioteces Guido. Esta va a ser la noticia del mes, y si todo sale como espero, será el primer paso para la entrevista del año... Aquí tienes.
Ezequiel le alargó a su empleado un escrito que no superaba las veinte hojas.
—Revísalo, y dime qué piensas.
Mientras el otro leía, Cárdenas se paseaba con impaciencia por el cuarto, pendiente de cada reacción de su subordinado.
A los pocos minutos llegó Paula con los cafés, y alguna de esas deliciosas galletitas que le gustaba preparar en sus ratos libres. Pero bastó que entrara a la sala, para que Guido hiciera a un lado los papeles, y siguiera con la mirada sus pasos.
—¡Oye, idiota! —lo amonestó su jefe— ¿Qué hablamos? No nos sobra el tiempo. Esto tiene que imprimirse mañana.
—Sí —se defendió el otro—. Y me encantaría seguir leyendo, pero para eso primero tienes que alcanzarme la página ocho.
Sin ningún motivo, y como si le hubieran dicho una grosería, Paula empalideció.
—¿Estás tonto? Tiene que estar allí, justo antes de la nueve y después de la siete. Pero tal parece que ya no sabes ni los números.
—Pues aquí no está.
—De seguro se ha desordenado. Busca...
—¡Es la tercera vez que la busco! ¡No está!
Ezequiel Cárdenas le arrebató las hojas con impaciencia y comenzó a controlarlas con desesperación.
—¡Tiene que estar!
—No es tan terrible —le replicó el otro, manteniendo la calma. Hacemos una nueva copia, y...
—¡¿No entiendes, estúpido?! ¿Acaso no lees los memos que mando a la redacción, ni los del canal? ¡Tuvimos un sabotaje informático! ¡Saltaron todos los sistemas! ¡Nos infectaron todo! ¡Incluso mi laptop!
—¡¿Otra vez?! ¿Para qué gastas tanto dinero en seguridad, si cualquier hacker idiota...?
—¡No es un “hacker idiota”! Esto fue un trabajo del mejor nivel... ¿Entiendes lo que tienes en tus manos? Hay gente que mataría porque esto no llegue a publicarse.
—Pues tal parece que su sueño se volverá realidad. Te falta la página ocho, y si no tienes registros fidedignos...
—¡No me digas que es la parte de la entrevista al presidente! —se desesperó Cárdenas.
—Si quieres no te lo digo... Pero debes tener la grabación...
—La digitalicé. Y se fue al basurero con todo lo demás.
Su empleado empalideció.
—¡Estás fregado!
Ezequiel Cárdenas comenzó a buscar en los cajones de su escritorio con frenesí, mientras la pobre Paula permanecía parada como una estatua, con la taza de café humeante que nadie quería recibir en la mano, y una mirada propia de una película de terror.
—¡Tiene que estar! —gritaba su jefe—. Traje el escrito hace dos días, y lo dejé justo aquí. ¡Y estaba completo!
A un costado del cuarto, Paula observaba la escena, demudada, aguardando a que sus peores temores se hicieran realidad.
Y por supuesto no tuvo que esperar demasiado.
—¡Tú! —le gritó su jefe, enardecido— Tú debes haber hecho algo con esa hoja.
—Yo no la perdí.
—De seguro la tiraste sin querer —aportó Guido, tratando torpemente de ayudarla.
—No. Yo no tiré nada —se empecinó la dama, con una seguridad y un orgullo que sólo sirvieron para acicatear un poco más la furia de su jefe.
—¡¿Cómo puedes estar tan segura?! ¡Es un puto papel! Tiras papeles todos los días, y...
—Yo no lo tiré —repitió la muchacha, como si se tratara de su nombre, rango, y número de serie.
Durante un tiempo largo el enfrentamiento entre jefe y empleada fue colosal. Más se enfurecía él, más calmada y segura se mostraba ella.
—¡¿Quién te pagó para que robaras esa hoja?! —la acusaba Ezequiel todo el tiempo, para mayor ofensa.
Por supuesto, no quedó papel en la casa sin examinar. Se dio vuelta hasta la basura de la calle en busca de la hoja perdida. Como siempre, esa muchachita endemoniada cedía a todos los requerimientos de su jefe con la soberbia que la caracterizaba, dejando antes bien en claro la inutilidad de la empresa que estaba a punto de llevar a cabo siguiendo sus instrucciones.
—Mira —concedió al fin Cárdenas, rendido luego de más de cuatro horas de furia, cuando al fin se quedaron solos—, lo hecho, hecho está. Ya no tiene remedio. Tiraste ese maldito papel a la mierda, y me cagaste la nota. Ahora lo que quiero es que lo reconozcas...
—Yo no tiré nada. Esa hoja jamás llegó aquí.
—No hay cosa que odie más que la mentira —se exasperó él—. Me resigné a la torpeza y a la ineficiencia, pero no soporto la mentira.
—Yo no tiré nada.
—Te lo voy a hacer simple: si no reconoces que tiraste ese puto papel, no te molestes en volver mañana.
—Eso no es justo. Necesito este trabajo, y usted lo sabe.
—Dilo.
Paula lo miró primero con odio, pero luego dijo en voz fuerte y clara:
—Yo tiré ese papel.
Ezequiel sonrió con satisfacción.
—¿Has visto? No fue tan difícil.
—¿Sabe que no? Es sorprendente, pero fue... muy fácil. Y es que, al parecer, aun un periodista tan entrenado como usted, prefiere escuchar lo que quiere oír, antes de aceptar la verdad. ¿Qué se puede esperar entonces de los demás?... ¡Es una lástima!
Paula le dio la espalda, y sin esperar respuesta, se apuró a retirarse.
Aquel había sido un día interminable.

                                                               *  *  *

—¡No hay caso!... La maldita hoja no se puede reconstruir.
—¿Nos podemos ir a casa, entonces? —preguntó Bruno Ríos, esperanzado.
Pero la mirada de su jefe lo persuadió de no insistir.
—No te preocupes, Ezequiel —intentó consolarlo Guido—, en el programa sólo estaban pautados cinco minutos para promover la nota de la revista, así que puedo rellenarlos con facilidad.
El editor en jefe de“RLP”, por el contrario, se entristeció.
—En cambio para mí ya es muy tarde para llenar con estupideces las cinco páginas destinadas al artículo.
—¿Quieres que te dé el material de Charly García? —se ofreció Guido con solicitud—. A la gente siempre le interesa.
—¿Qué hizo esta vez? ¿Subió un poco más alto, y se tiró del quinto piso, y no del cuarto, a la piscina del hotel?
—No... Unas prostitutas le reclaman por no abonarle lo pactado...
—¡Mierda! —se ofuscó Ezequiel— ¡¿Creen que a alguien le interesan sus locuras?! Tengo un reportaje sobre uno de los mayores casos de corrupción del año, y ustedes...
No pudo terminar. Una secretaria acababa de entrar con una carpeta, a pesar de que ya eran más de las tres de la madrugada. Y es que esa era una de las características de aquella redacción: las horas de trabajo se sucedían a lo largo del día y de la noche con total regularidad.
—El currículum que pidió, señor.
—Gracias. Puede retirarse.
—¿A mi casa? —preguntó la dama, esperanzada.
—¡A su oficina!
La pobre mujer se apuró a salir, y los tres hombres volvieron a quedar solos.
—¿Qué es eso? —preguntó Bruno.
—Ya que no puedo tener la hoja, al menos demando una explicación. Y quizás aquí la encuentre.
—“Paula Inés Ventura” —leyó Guido, con sorpresa—. ¡¿Hiciste investigar a tu criada?! ¡Ya es el colmo de la paranoia!
—Desde que ella llegó a mi vida comenzaron los problemas.
—¿Y por qué no la despides? —preguntó Bruno con inocencia.
Pero fue Guido el que le respondió.
—Al parecer es muy buena limpiando retretes.
Mientras su amigo hablaba, el editor en jefe había continuado examinando las hojas del currículum de Paula.
—¡Guau! —exclamó al fin—. ¿Tienes a una licenciada en ciencias políticas para que te limpie el retrete, Ezequiel? ¡Sí que debes tener una mierda pegajosa!
—¡¿Qué dices?! —se sorprendió su jefe.
Y de inmediato le arrebató los papeles que el otro estaba leyendo.
—¡¿Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo?! ¡Lo que les dije! ¡Ella es la espía! Y quizás hasta fue ella la que infectó la... ¡¿Casada?! ¡¿Cómo que es “casada”?!
Esta vez fue Guido el que le arrebató el papel.
—¿Está divorciada?
—Aquí dice “casada” —insistió Ezequiel, sacando una vez más el currículum de manos de su amigo—. ¿Qué edad tiene?
Y otra vez las hojas viajaron por el aire, para aterrizar junto al bello conductor televisivo.
—Veintisiete. Aparentemente, si no me fallan las matemáticas, se casó a los veinte.
—¿Y el marido dónde mierda está? ¡Nunca habla de un marido! —insistió Cárdenas.
—Contigo nunca habla de nada.
—Por supuesto, si cuando tú llegas no dejan de cacarear.
Olvidado por los otros dos, Bruno se escandalizó.
—¡Señores! —los conminó— ¿O debo llamarlos “señoras”? Parecen unas viejas chismosas... Una licenciada trabaja limpiando retretes, y a ustedes sólo les llama la atención su estado civil. ¿Tan buena está la niña?
—Pequeña, pero hermosa —exclamó Guido.
—Una más —se impuso Cárdenas.
—Pues para ser una del montón te interesaste demasiado —se burló su editor.
—Porque la niña me está jodiendo —se apuró a defenderse Ezequiel.
Pero Guido no lo dejó terminar.
—Eso es lo que tú quisieras.
—¡Señores!... ¿Por qué mejor no nos ocupamos de la página perdida y de nuestra principal sospechosa?
—¿Dice el nombre del marido? —insistió Cárdenas, sin prestarle atención.
—“Braulio Torres” —leyó Guido.
—¿Braulio Torres?... ¿Por qué me suena?... Mucho me suena...
—Ahora que lo dices —se extrañó Ezequiel—, a mí también... ¿Cuál es su ocupación?
—Periodista —leyó Guido—. ¡Guau! Quizás tienes razón y ella te robó la hoja para...
—¡Ya sé! —rugió Bruno—. Braulio Torres era ese periodista de “La Voz del Pueblo” que acribillaron en la puerta de su casa, en la provincia de Mendoza. Yo mismo cubrí esa nota, porque estaba allí. Había ido a hacer trekking, y alguien me alcanzó la foto de la pobre viuda con el cadáver de su marido entre los brazos. Incluso creo que la entrevisté.
—Lo recuerdo... —dijo Cárdenas— Fue hace dos años.
—Más o menos. El tipo estaba investigando unas “comisiones” por el tendido de la red cloacal. Un asunto más sucio que la mierda, y que por supuesto estaba en manos de Eusebio Cantagalli.
—¡Cantagalli! ¿Cómo se animó a meterse con él, el muy pelotudo? Con un tipo así no se juega —se espantó Guido.
—Y menos cuando se es un periodista de provincia —le contestó Bruno, mientras su jefe los miraba pensativo.
—¿Y tú dices que mi Paula es su viuda? —reflexionó Cárdenas con asombro.
Y bastó tan extraña elección de palabras para que sus colaboradores cruzaran una mirada de entendimiento.
—No sé si “tu” Paula, pero Paula Ventura, sí.
—¡Yo sabía que esa turrita se estaba guardando muchas cosas! —explotó al fin—. ¿Tienes el número de Baldo, el tipo que hace seguimientos?
—No creo que sea necesario, Ezequiel —intentó disuadirlo Guido—. Es evidente que Paula es una buena muchacha, y aunque no lo fuera, firmó un acuerdo de confidencialidad antes de trabajar contigo. No se expondría a...
—Alcánzame un papel. Vas a comunicarte con Baldo y le vas a pedir que averigüe todo lo que te voy a anotar.
—Aquí tienes.
Guido observó a su amigo escribir cosa tras cosa, hasta agotar la carilla.
—¿Todo eso? ¿No es un poco demasiado?
—No —respondió Ezequiel, inconmovible.
Y fue en el preciso momento en que dio vuelta la hoja para continuar con su loca tarea, cuando lo supo.
—¡La página ocho! —gritó alborozado— ¡La puta página ocho!
—¿En mi escritorio? —se sorprendió su editor— ¡Mierda! Debí dejarla aquí cuando te entregué el escrito. Al fin, ¡tanto lío, por nada!
—Bueno —reclamó Guido a su jefe, en tono enojado—, ahora que la maldita hoja apareció, ya sabes lo que tienes que hacer.
—¡Claro! ¡Publicar la nota cuanto antes! No quiero más errores.
—¡No! ¡Tienes que pedirle perdón a Paula! No tenías derecho a desconfiar de ella, y mucho menos a hurgar en su pasado.
—¡¿Pedirle perdón?! ¿Te has vuelto loco? Le pago lo suficiente como para que sea ella la que tenga que disculparse conmigo por su altivez.
Bruno sonrió al escuchar a su jefe. “¿Altivez?”, se dijo. “¡Cómo si alguien pudiera superarte en eso!”. Pero calló. En efecto, su jefe pagaba lo suficiente como para no tener que pedir perdón.
Y jamás lo hacía.


                                                               *  *  *

¿Qué se suponía que tenía que hacer?
La noche anterior Paula se había ido de casa de su jefe con la última palabra, y aquel galán malvado no parecía del tipo de los que pudieran perdonar una insolencia semejante.
¿Qué hacía? ¿Se consideraba despedida sin más trámite, o volvía al trabajo como si nada?
Con temor ingresó al apartamento por la puerta de servicio, y se apuró a encender los monitores de las cámaras de vigilancia. La sala estaba vacía, así como el gimnasio, el micro cine, el escritorio, y el cuarto de huéspedes. El dormitorio principal, en cambio, estaba bloqueado, pero eso no le llamaba la atención. Su jefe solía desconectar las cámaras durante la noche, cada vez que llevaba “visitas” allí. Buena señal, porque si tenía humor para el sexo quería decir que ya había olvidado la maldita página ocho.
Paula se quitó la camisa y se puso el delantal, antes de deslizar los pantalones por sus piernas largas, dispuesta a comenzar con su rutina.
Adentro de la casa la temperatura y la humedad eran constantes, a fin de preservar el numeroso material fílmico que se almacenaba en las bibliotecas. Un verdadero archivo de la historia reciente de la nación, (programas televisivos, entrevistas, etc.) Pero afuera, en los grandes balcones que rodeaban el piso, y que se abrían a la avenida del Libertador, el calor era agobiante. Por eso, para limpiarlos, la muchacha solía cubrirse apenas con un delantal de trabajo olvidado allí por alguna de las empleadas anteriores, (¿Berta, quizás?), y que le quedaba un poco corto y demasiado ancho.
Por cincuenta minutos Paula se dejó acariciar por la brisa matinal, disfrutando la frescura del agua con la que limpiaba las baldosas negras, hasta volverlas brillantes. Era más cuestión de placer que de trabajo, porque allí, en el piso veintidós, difícilmente se acumulaba el hollín de los autos o el polvo.
Cuando la limpieza llegó a su fin, le tocó el turno a los jazmines. Amaba esa planta como si fuera suya, y su aroma le recordaba la infancia. A Bru, su marido, a Juan Pablo, y a su infancia. Por eso atenderla, regarla, o remover la tierra a su alrededor, solía ser su momento favorito de la mañana.
Cuando ya no hubo más excusas, se dirigió de nuevo al interior del piso. Todavía encandilada por el sol, cerró la ventana y se agachó para recoger el balde y el trapeador.
—¿Sabes que tienes celulitis?
Sí, por muy increíble que le resultara, su jefe estaba allí, y no había encontrado mejor manera de saludarla.
—¿Cómo? —preguntó sorprendida.
—Tienes celulitis.
—La celulitis es tan femenina como la maternidad. Tarde o temprano a todas nos pasa —se defendió la muchacha, sin ocultar su molestia.
Hizo un esfuerzo por ajustar su visión a la sombra, y entonces lo vio. Allí estaba. Con el pecho desnudo, descalzo, sólo cubierto por un pantalón pijama de esos que usaban los galanes de las películas, posiblemente de seda. Con sus ojos azules espectaculares, y la misma soberbia aborrecible de siempre en ellos.
¡Celulitis! ¡Más se quisiera ese gusano!
Por unos segundos Cárdenas la observó en silencio recoger todo y dirigirse rumbo a la cocina. Pero cuando ya Paula estaba por alcanzar su tan ansiada libertad, la voz de él la obligó a detenerse.
—¿Te gustó?
—¿Qué cosa? —preguntó auténticamente confundida.
—El artículo... ¿Te pareció bueno?
Paula se puso roja, y él aprovechó su desconcierto para insistir.
—No había forma de que estuvieras tan segura de que esa hoja nunca había llegado a la casa, a menos que hubieras leído el artículo ese mismo día.
—Así que apareció la hoja... —dijo ella, tratando de disimular su satisfacción.
—La tenía mi editor en jefe.
—Me alegro, señor. Pero tengo que seguir con mis...
—¡Momentito! Te pregunté algo, y no me respondiste... ¿Siempre lees mis papeles privados? Sabes que firmaste un convenio de confidencialidad, ¿no?
—Por supuesto... Y jamás leo sus papeles privados. Ese artículo estaba rotulado “Para publicar el jueves 8”. Desde mi punto de vista, en tal caso sólo se trataba de una primicia. Y ahora, si me permite...
—¿Qué te pareció?
—No me paga por hacer críticas, y...
No pudo terminar. Cárdenas la interrumpió de una forma que la hizo estremecer.
—¿Qué te pareció?
Paula suspiró antes de ceder.
—El artículo es conciso y claro. El lenguaje es adecuado, y la redacción, brillante. Es un tema difícil y usted lo volvió entretenido. De verdad lamenté la ausencia de la página ocho.
—Aquí está. Léela.
—Pero tengo que...
—Léela.
Resignada, Paula dejó el balde en el suelo y se dirigió a tomar el papel que su jefe le entregaba.
Cárdenas la observó leer en silencio, pero atento a cada uno de sus gestos.
—Ya está. Gracias.
—¿Te gustó?
—Es... interesante.
—¿Pero?
—Interesante.
—Tienes un pero. Lo sé. Frunciste la nariz, como siempre que algo te molesta.
—No soy quien para juzgar su...
La mirada de su jefe volvió a hacerla estremecer, pero está vez intentó negarse con firmeza.
—Escuche, mi trabajo me fascina. No quiero mezclar las cosas, ni crear resentimientos...
—¿Resentimientos? ¿Tan malo te parece?
—No es eso. Es que...
Otra vez esa mirada. Por poco conveniente que le pareciera, le iba a ser imposible no obedecer a Cárdenas.
—Escuche... Como le dije, el artículo es periodismo de primera. La denuncia que usted hace es sólida.
Paula se detuvo, y su jefe la instó a continuar.
—Vamos, escúpelo ya.
—La denuncia es sólida, creíble, pero no está probada. Todo el artículo divierte, pero no me acerca ni un paso a la verdad. ¡Y su entrevista con el presidente! Esta página ocho parece dictada por el oficialismo... Podría haberlo puesto a su merced con sólo dos preguntas. En cambio le brindó las herramientas para desmentir con facilidad lo mismo que el artículo denunciaba en las otras diecinueve hojas.
Cuando Paula terminó de hablar, (lo había dicho todo de un tirón), observó a su jefe con miedo. Pero, para su sorpresa, lejos de mostrarse ofendido, parecía encantado.
—No debe ser tan obvio, porque eres la primera que me dice algo semejante.
—No, no lo es. El resto del artículo es demoledor, y suficiente como para crear una duda razonable.
—¿Quién te contrató, Berta?
—A Berta no sé. Pero a mí me contrató usted.
—¿Yo?
—Sí... Había ido a la redacción de “RLP” en busca de un empleo, pero usted se negó a atenderme. Luego salió de su oficina gritando que ya estaba harto de periodistas, y que sólo necesitaba alguien con un master para limpiar su retrete.
—Y tú tienes un master.
—Algo así.
—¿Y no pensaste que estabas un poco sobre calificada para el puesto?
—Era eso, o trabajar de puta. Hacía dos meses que pateaba redacciones sin que me atendieran. Al parecer todos están hartos de los periodistas. Y yo tengo el mal hábito de comer todos los días.
—De puta hubieras ganado más. Incluso a pesar de tu celulitis.
—Como buena periodista, no me vendo.
—Al parecer tú y yo no conocemos a los mismos periodistas... Todos tenemos un precio.
—Yo no.
—¿Por qué te pago mil pesos más que a una criada, Berta?
—Porque, a diferencia de Berta, yo jamás hubiera tirado la página ocho. Porque además de limpiar y cocinar, pienso, planifico, y me hago responsable. Soy como una esposa, pero sin el sexo.
—¿Sin sexo? Entonces eres una esposa perfecta.
La muchacha lo escrutó con desdén, antes de preguntarle:
—Usted no se casó nunca, ¿no?
—¿No notas mi aspecto feliz y relajado? ¡Por supuesto que soy soltero!
—Sí... Se nota —replicó Paula, de esa manera indescifrable que ponía como loco a su jefe—. ¿Puedo retirarme?
—Todavía no. Sabes, no sé cuál fue tu fantasía al aceptar este trabajo, pero... De verdad, periodistas me sobran...
—Me quedó claro —se apuró a responder la muchacha.
Pero su jefe no había terminado la frase.
—...y mujeres también.
—¿A qué se refiere?
—Sé el tipo de reacciones que genero en las mujeres, y no quisiera que pasaras de asistente, a acosadora domiciliaria.
Esta vez fue la mirada de la muchacha la que hizo estremecer al jefe.
—Por fortuna a mí tampoco me faltan hombres.
—¿A pesar de tu celulitis?
—Los hombres que salen conmigo no son tan huecos como para reparar en ese tipo de detalles. Como ve, en lo que a mí respecta, está a salvo. Así que si usted no se mete conmigo, yo haré el “esfuerzo” de no suspirar por usted mientras lavo sus prendas íntimas. Y ahora, si me permite, tengo que llevar esto a la cocina.
Ezequiel Cárdenas observó a su empleada agacharse, y luego salir con paso rápido de su vista.
Pero bastó que se cerrara la puerta que los separaba para que ambos contendientes pensaran al unísono.
“¡¿Quién te crees que eres?!”