—¡Vamos, Greta!
Hace una hora que te espero, y ya no sé cómo quitarme de encima a tu jefe.
—Tú siempre tan
impaciente, Paula. Apenas son las nueve. Mi turno todavía no se acaba.
—¿Y para qué me
pediste que te viniera a buscar tan temprano entonces?
—Quería que
conocieras a unas personas, y...
Su amiga se
exasperó.
—¡Otra vez,
Greta! Te dije que no estaba interesada en salir con los tipos que conoces en
los eventos en que trabajas.
—¡No seas tan
remilgada! A estos me los presentaron en un Congreso de Medicina. Son médicos.
—¡Ni aunque
fueran millonarios! ¡No me interesan!
—Eres tú la que
necesita encontrar un marido antes de los treinta, no yo... Y ya tienes veintisiete.
El tiempo pasa, amiguita. Deberías agradecerme.
Dos tipos de unos
cuarenta años se acercaron hasta ellas. Eran lindos, y tenían aspecto de prósperos, pero todo en su actitud parecía
gritar “trampa”. Para empezar, sus maletines y sus trajes eran más los de un
visitador médico que los de un doctor. Sus perfumes eran baratos, y no como las
delicadas fragancias importadas en que solían invertir los solteros de esa
edad. Incluso el más bajo exhalaba un olor intenso a champú para niños. El
otro, en cambio, tenía el típico halo claro en su dedo anular. ¡Idiotas!
Ni bien saludaron
a las muchachas con unos besos babosos, se apuraron a anunciar que la cita iba
a ser breve. Tenían que regresar antes de la medianoche, porque a primera hora
de la mañana les habían pautado una operación de cerebro. Por supuesto durante
el transcurso de la charla quedó claro que esos tipos nefastos no habían estado
nunca en contacto con un cerebro ajeno, y mucho menos con el propio.
Posiblemente esa fuera una de sus primeras escapadas, ya que ninguno de los dos
había perfeccionado la delicada trama de mentiras que solía acompañar al infiel
experimentado.
Sí, porque a esa
altura de su derrotero como soltera por la ciudad, Paula ya era toda una
experta en engaños y ardides masculinos.
Durante la
primera media hora de la cita, los dos idiotas comenzaron a competir con
disimulo, (¿?), para quedarse con Greta. Paula ya estaba acostumbrada. Su
compañera era de una belleza impactante, y solía usar una falda tan pequeña
como su moral.
Luego de hacer el
ridículo por un rato, por fin se impuso el tipo con aroma de bebé. El del
anillo olvidado, en cambio, tuvo que conformarse con el premio consuelo. Claro
que Paula no se consideraba a sí misma como de descarte. Por el contrario, se
sabía hermosa, y conocía su poder sobre los hombres inteligentes. Pero con
tipos como esos, más preocupados por un buen culo, o unas tetas como repisa,
ella, gracias a Dios, no tenía demasiada chance.
Por un tiempo
largo el del anillo faltante, que al parecer ya se había resignado a su poca
suerte, intentó una conversación íntima que lo acercara pronto a su objetivo.
Fue entonces cuando comenzaron a surgir historias sobre autos importados y
vacaciones al Caribe, tan falsas y ridículas como su presunto protagonista. En
todas ellas el epílogo que se desprendía era el mismo: “terminamos en la
cama, y la maté, porque en la cama soy el mejor”. Y cada vez que el tipo la
contemplaba buscando su admiración, Paula apenas podía contener la risa. Greta,
en cambio, escuchaba al otro arrobada, de seguro imaginándose mientras paseaba
en un lujoso modelo deportivo alemán. Y es que a pesar de haber oído historias
semejantes cientos de veces, de boca de otros tantos hombres, la pobre muchacha
todavía conservaba la ilusión de que, alguna vez, tales fantasías fueran
reales.
—Así que eres
periodista —aseveró el tipo sin el anillo—. ¿Dónde trabajas?
—Bueno —se apuró
a contestar Greta, temiendo que Paula dijera alguna barbaridad—, en realidad
ella es...
No pudo seguir,
porque su amiga se anticipó a terminar la frase.
—Asistente de
Ezequiel Cárdenas —confesó sin faltar a la verdad.
—¿Ezequiel
Cárdenas? ¿El de “Rompiendo las pelotas”?
—Sí. El de “RLP”.
—¡Vaya! —exclamó
el otro con admiración— Ese fulano está metido en todos los líos que se arman
en la política. ¡Parece saberlo todo! Me pregunto cómo hará.
Paula sonrió, y
bastó ese gesto inocente para que su amiga, del otro lado de la mesa, se
pusiera a temblar. ¡Conocía esa sonrisa y, aun peor, lo que venía después!
—¡Qué rico está
el cordero patagónico! —mencionó Greta, en un intento vano por cambiar el tema.
—En realidad
—contestó Paula, impiadosa—, mi jefe tiene el único archivo con datos
interrelacionados del país. Todo lo que eres o tienes, figura en él.
—¡Guau! —se
sorprendió su acompañante—. Me encantaría ver el de Tinelli, o el de Suar.
—Pero no sólo
están los famosos de la televisión —continuó la muchacha con fingida
inocencia—. “Todos” figuramos.
—¿“Todos”, cómo
quién? —preguntó el que parecía más listo con algo de preocupación.
—Te daré un
ejemplo —explicó Paula, encantada—. Hace ya un mes, una noche Greta y yo
salimos con un par de idiotas. Los tipos nos habían dicho que eran solteros y
que trabajaban en un hospital. ¡¿Podrán creer que nos estaban mintiendo?!
El del anillo
faltante se atragantó, pero el otro salió rápidamente en su auxilio.
—Hay gente para
todo —comentó compungido.
—¡Ni que lo
digas! Bueno, por fortuna al llegar a casa lo primero que hice fue entrar en
los archivos de mi jefe. Allí figuraba todo: estado civil, domicilio
actualizado, estudios, profesión. ¡Y nada de lo que habían dicho resultó
cierto!
—¡Qué
desfachatados! —simuló espantarse el que parecía más listo.
—¿Y qué hiciste?
—preguntó en un hilo de voz el otro.
—¡¿Qué iba a
hacer?! ¡Lo único posible! Me comuniqué de inmediato con la mujer de uno de
ellos, le aporté las pruebas concretas, y para las ocho de la noche ya la pobre
muchacha había cambiado la cerradura de su casa y vaciado las cuentas bancarias
conjuntas. ¡Era lo mínimo que ese idiota se merecía!
El compañero de
Paula miró al otro con un gesto desfalleciente, obligándolo a intervenir.
—Sí, se lo
merecen por torpes —replicó “aroma de bebé”, con la vista fija en su amigo—,
por dar sus nombres verdaderos.
Paula volvió a
sonreír. Los presuntos “Ramiro y Nicolás”, varias veces habían intercalado un
“Néstor y Lalo”... ¡Principiantes!
—¡Claro que no
nos dieron sus verdaderos nombres! Pero me bastó buscar la matrícula del
automóvil que conducía uno, y mirar los datos de la tarjeta de crédito que usó
para pagar la cuenta el otro, para que quedaran al descubierto.
—¡¿La matrícula?!
¿Anotaste el número de las placas? —preguntó el “sin anillo”, al borde del
colapso. Y de inmediato se dirigió a su compinche—: ¿Por qué no me acompañas al
“toillete”, amigo? Creo que el cordero está haciendo su efecto.
En menos de un
segundo, y como por arte de magia, los dos farsantes habían desaparecido.
—¡¿Por qué
hiciste eso, Paula?! ¡Eres horrible!
—¿Qué pretendías?
¿Acaso no te diste cuenta que no han dicho ni una sola cosa cierta desde que se
sentaron?
—¿Y con eso, qué?
Todos mentimos un poco.
—¡Son casados!
—¡¿Y con eso,
qué?! De seguro Ramiro no es feliz con su mujer, si el pobrecito tiene que ir
por allí en busca de una aventura.
—¡Ni siquiera se
llama Ramiro!
—Ya sé. El tuyo
le decía Néstor todo el tiempo.
—¡Silencio! Allí
vienen.
Paula se apuró a
ponerse de pie y salirles al encuentro. ¡Lo único que faltaba era que se
fugaran sin pagar su parte!
—Nos ha surgido
algo, muchachas. La operación de cerebro...
—¡No me digas!
—se espantó la presunta periodista— De seguro explotó antes de tiempo...
“Perfume de bebé”
la miró con desconfianza, pero se limitó a decir: —Algo así... Tenemos que
irnos.
—¿Ya pagaron la
cuenta? —los apuró Paula.
—¿La cuenta?...
Ah, sí, sí, claro... Me había olvidado... Aquí les dejo doscientos pesos.
—¿Y nosotras cómo
nos volvemos a casa? —preguntó con auténtica inocencia Greta.
—¿Por qué no nos
llevan en su auto? —añadió con malicia su amiga.
—¡No! —gritaron
ambos galanes al unísono.
—Aquí les dejamos
veinte más para un taxi... ¡Hasta luego!
—¡Hasta luego,
Néstor! —contestó Paula con una sonrisa.
Y el pobre
“Ramiro” se estremeció.
(Tomado de “Elegir
al mentiroso”, 1)
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