Lo sabía de buena fuente: el profesor
Repetto era libre. Libre como el viento. Un aire fuerte e imparable, capaz de
arrasar todo a su paso. ¿Ya se habría dado cuenta de que ella llevaba dos clases
cayéndose a propósito, sólo por sentir cómo la levantaba por el aire, con sus
músculos poderosos y entrenados?
Bueno, no era la única. Muchas idiotas
hacían lo mismo. Siempre había una en cada curso que estaba empeñada en ganar
la eterna apuesta: conquistar al profe de Gimnasia. Pero él ni se les acercaba.
Sabía que si se ponía a tiro iban a aprovecharse. A burlarse de él, de su
querido profe, como se burlaban de ella. Porque todo el tiempo se estaban
burlando de ella. De su forma de maquillarse, o de vestir, (siempre de negro,
con sus eternos zapatones de plataforma, que usaba aun cuando el termostato
trepaba los treinta grados centígrados). Se reían porque ella era gótica,
porque tenía el mal hábito de cortajearse para chupar su propia sangre, y porque
leía. Pero en realidad no le perdonaban que se atreviera a pensar. A ser
distinta.
Nadie en ese estúpido colegio la
entendía. Nadie en su estúpida casa. Nadie en el estúpido mundo.
Sólo el profe de Gimnasia.
Él, el único.
Claro que no siempre fue así. El día que
lo había conocido discutieron amargamente. Ahora le daba gracia, pero ese día
apenas había podido contener las ganas de llorar. Todavía podía escuchar las
risas a su alrededor. Las burlas, por su furibunda negativa a reemplazar sus
borceguíes por unas estúpidas zapatillas deportivas, más apropiadas para el
ejercicio. Ese día también el profe había dejado caer un comentario jocoso, y
entonces tuvo que odiarlo. Pero bastó que las demás perdieran interés, ocupadas
en correr detrás de una estúpida pelota, para que él se acercara a ella con
dulzura, ayudándola a ponerse de pie, mientras le susurraba al oído:
“Admiro tu valor”, le había dicho. “Pero
no lo malgastes en un juego amistoso, porque no te van a quedar fuerzas para la
gran final”.
¿Cómo era posible que la conociera tanto?
Él sabía... Él entendía... Y luego de eso no sólo había accedido a ponerse las
malditas zapatillas, sino que en menos de un mes se había convertido en su
mejor corredora.
Él siempre le anunciaba su tiempo con una
sonrisa. Un gesto cálido de entendimiento, que por un instante servía para
transportarlos a un mundo íntimo y privado.
Claro que sólo eso había entre los dos.
Después de todo el profe tenía como mil años, pobrecito, (o al menos treinta),
mientras que ella sólo llevaba quince velitas sopladas, y un millón de ganas de
que él la amara.
Sí... Algún día... Algún día el profe iba
a decir: “Ayelén Ramos, cuarenta y seis segundos y tres décimas, ganadora de
esta competencia, y propietaria de mi sangre y mi destino”. Y entonces las
estúpidas iban a llorar. Y ellos se iban a ir juntos de ese estúpido colegio,
para nunca más volver a su estúpida casa, adonde la esperaba su estúpida
familia.
Sí, tarde o temprano iban a terminar
juntos. Y él iba a beber su sangre, y ella la de él, y entonces vivirían para
siempre.
—¡Ayelén! Te lo advierto por última vez:
ponte derecha.
La muchacha obedeció a la gorda de
Geografía sin chistar.
Claro que no era idiota. Sabía que
resultaba muy difícil que todo eso ocurriera. Pero si después de un tiempo las
cosas no se daban naturalmente, ya se iba a encargar ella misma de hacerlas
ocurrir. Después de todo había miles de formas en que una menor como ella podía
manipular a un adulto.
Sólo hacía falta valor para llevarlas a
cabo.
Y valor era lo único que a Ayelén Ramos
le sobraba.
Clara
Voghan, YO TAMBIÉN TE AMO (Fragmento de la novela)
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