Rara vez conozco a una mujer que sea un verdadero sol. Que
ilumine todo a su paso a fuerza de sensatez y buen humor. Que caliente el alma
de los que la rodean, ya sea marido, hijos o amigos, con alguna palabra de
aliento o un gesto de cariño. Que tenga la habilidad increíble de hacer que
todo resplandezca a su alrededor.
La primera que tuve el gusto de encontrar fue una que,
como yo, era “madre de colegio” y promediaba los treinta, con dos hijas
hermosas y un marido cincuentón, profesor de tenis. Siempre me sorprendió la
forma maravillosa en que hacía lucir sus escasos recursos: cosía bellos
vestidos para sus hijas, tejía para abrigar a toda la familia, conseguía libros
usados que ponía a nuevos, y se daba el único lujo de enviar a sus hijas a un
excelente colegio bilingüe. Lucía enamoradísima de su esposo y lo admiraba,
(aunque todas las otras madres/víboras pensáramos que podría haber elegido
mejor).
En medio de tanta perfección, un día su vida cambió para
siempre. El profesor de tenis tuvo un infarto severo, y pasó de ser una ayuda
en la crianza de las niñas y el sostenimiento de la casa, a una carga grande
que había que cuidar, mantener y mimar. Difícil tarea. Sin embargo nunca la
escuché quejarse o perder la sonrisa. Tampoco permitió que su orgullo la
hiciera rechazar la ayuda. Por el contrario, la aceptaba con gracia, segura de
poder devolverla en un momento mejor. Incluso, aún a pesar de verse forzada a
tomar más trabajo, se las ingenió para sacar adelante a su familia, todo el
tiempo con una sonrisa en la boca y un tejido en el bolso, cuestión de aprovechar
al máximo incluso los pocos momentos libres.
Siempre me fascinó ese tipo de “mujer maravilla”. Quizás
porque yo más me parezco a esos días de primavera que prometen sol radiante,
pero que muchas veces terminan en chubascos, (como bien le complace atestiguar
a mi marido a todo el que lo quiera oír).
Cuatro años atrás me choqué con otra de estas mujeres
maravillosas. Desde entonces compartimos penas y alegrías mientras montamos las
olas de nuestras camas de Pilates. Más que ejercicio hacemos terapia. Ella,
llamémosla la ”Señora X”, siempre nos alegraba y sorprendía. Y no sólo por el
eterno buen humor que tenía entonces, sino por el amor incondicional que
mostraba a su familia, a su compañero de toda la vida, e incluso a sus amigos.
Inteligente, astuta, voluntariosa, su capacidad para negociar resultaba
sorprendente. Pero cuando se trataba de los hijos…
Creo que eso nos unió desde un principio: yo me burlaba de
ella por la forma en que sobreprotegía a sus angelitos. Lo gracioso es que yo
hacía exactamente lo mismo con los míos, por lo que reíamos juntas. Siempre le
decía: “en tu caso lo entiendo, por ser una típica madre judía, pero yo ni
siquiera tengo esa excusa para ser tan tonta”.
A diferencia de lo que ocurría, (y ocurre), conmigo, desde
un principio me sorprendió su tenacidad por mantenerse en línea, muriendo de
hambre con tal de lucir un bikini que envidiarían muchas adolescentes. Y lo más
extraño: no por jactarse ante los demás, sino como un mimo especial para su
esposo. Por cierto, no era lo único que hacía por él. Peor aún, lo acompañaba
encantada a todas sus presentaciones, ya que como “hobby” Mr. X cantaba y
bailaba en un grupo folklórico. Así que luego de trabajar toda la semana y
hacer relucir el dinero y la casa, mi amiga tomaba su tejido y su sonrisa y
pasaba horas interminables escuchando las canciones que el coro repetía una y
otra vez, compartiendo con amigos ajenos sus pocos ratos de “descanso”. Claro
que también tenía amigos propios. Muchos. Pero su marido olvidaba la sonrisa a
la hora de acompañarla, y siempre dejaba en claro el gran favor que le estaba
haciendo.
Un día, en una de nuestras tantas caminatas alrededor del
lago, (no sólo de Pilates viven las mujeres), me confesó con preocupación que
el marido se había quejado por su desamor. Cosa rara, porque el sexo seguía en
forma regular, así como las salidas conjuntas, y la atención que ella le
dispensaba. Pero mi amiga, como toda mujer que teje, a pesar de saber calcular
con exactitud la cantidad de lana para una prenda, no duda ni un minuto en
proveerse de algún ovillo extra cuando misteriosamente empiezan a escasear. Lo
mismo hizo con su matrimonio. Duplicó sus atenciones, intensificó el deseo, e
incluso le dio a él más de un detalle extra como para asegurarse del resultado
deseado.
Yo, por mi parte, intentaba calmarla: cualquiera que haya
vivido un gran amor sabe que se trata de una eterna negociación. La vida no es
estática, y tampoco el afecto. Pero, ¿qué podía fallar cuando ella ponía tanto
esfuerzo en tejer con esmero su propio destino?
Y entonces vino lo de Pinamar.
Para aquellos que no lo conocen, Pinamar es uno de los
balnearios más tradicionales de la Argentina. Bello, pujante, cuenta con una
población estable que lo convierte en una gran ciudad, con todos los males que
ello implica. Pero su mar, generoso e imponente, sigue regalando belleza a los
que lo eligen como escapada.
Y de eso se trataba: un fin de semana largo. La propuesta
parecía interesante: cuatro mujeres y cuatro hombres, todos, menos mi amiga,
integrantes del grupo de folklore, compartiendo el departamento que una de
ellos poseía en Pinamar.
La Señora X estaba entusiasmada. Imaginaba largas
caminatas, mañanas compartidas al sol, y si el otoño lo permitía, quizás algo
de playa… No pudo estar más equivocada. Extrañamente el alojamiento propuesto
para ocho estaba diseñado apenas para cuatro. Dos recurrieron de inmediato al
hotel más cercano. También ella se ilusionó con esa posibilidad, pero su marido
se mantuvo firme: compartirían cuarto y camas, hombres y mujeres, en una extraña
complicidad tratándose de adultos que apenas se conocían. Sin embargo a ella no
le extrañó: su marido se caracterizaba por ser un hombre sensato y
especialmente cuidadoso con el dinero, (por no decir que era un horrible
tacaño).
Una vez allí, el ritmo de vida lo fijó la dueña de casa,
buena conocedora de todos los sitios para bailar de la ciudad. Cada noche
empezaba con unas copas y buena música, y seguía hasta la mañana con la locura
y el desenfreno del baile, como si fueran veinteañeros entusiastas, aunque el
más joven de ellos hubiera gastado ya la cuarta década.
Mi amiga, un sol ella, estaba dispuesta a disfrutar tanto
como los demás. Y aunque por un mal paso desde hacía un mes apenas podía apoyar
el pie, se empeñaba en dar pasos aún peores con tal de no aguar la fiesta.
También dije que nuestra Señora X era una mujer sensata,
así que a eso de las tres o cuatro de la mañana se sentaba a esperar el fin de
fiesta. Su marido, en cambio, se negaba a parar. Aunque se viera un poco
ridículo, todo sudado, colorado por el esfuerzo que a las claras lo excedía. Mi
amiga lo miraba a la distancia con un poco de pena. “Crisis de la mediana
edad”, lo justificaba. Y ni su vientre abultado, ni el negro del cabello que ya
se mezclaba con una pelada que había dejado de ser incipiente, ni su actitud
mezquina de dejarla allí sola, le permitían ver lo que era evidente: aquella
figura trasnochada estaba haciendo equilibrio con lo patético.
Volvió ella moderadamente contenta después de aquel viaje.
A mi amiga le caía bien la dueña de casa, aún a pesar de sus excesos. “La
crisis de la recién divorciada”, pensaba para sus adentros. Por lo demás le
parecía bien intencionada. Su anfitriona era así, efusiva con todos. Incluso al
despedirse de los hijos de los Señores X, al iniciar el viaje, los había
saludado con grandes aspavientos, como si los conociera de toda la vida.
Durante esos pocos días hubo un solo hecho que extrañó a
mi compañera de Pilates. Poco antes de partir ella le había pedido a su esposo
que le consiguiera entradas para la obra de teatro más vista del momento. La
respuesta de él fue tajante: la empresa en la que trabajaba como ingeniero no
estaba promocionando la función, por lo que conseguir entradas gratis resultaba
imposible. Cuál fue su sorpresa entonces cuando durante el viaje de regreso su
anfitriona hizo el mismo pedido, y Mister X le respondió que las conseguiría
encantado.
Todas estas historias acerca de su fin de semana relataba
mi amiga con una sonrisa en la clase de Pilates. Yo, en cambio, escuchaba con
alarma, mientras los resortes de mi cama comenzaban a echar chispas.
Inteligente y perspicaz, ella había visto todo lo que tenía que ver. Pero
simplemente se negaba a decodificarlo.
Pasó casi un mes desde aquel fin de semana. Mr. X se veía
cada vez más distante. Mi amiga reclamaba, pero él evadía las respuestas.
Y entonces sucedió. Una tarde cualquiera llamé a mi amiga.
Pero en vez de su habitual tono cantarín, me choqué con un llanto amargo que
nublaba su voz y su vista mientras cruzaba una de las avenidas más peligrosas
de esta Capital. “Dice que ya no me quiere”, logré entender.
Esa había sido la declaración hecha a desgano por su
marido, para concluir una larga pelea por un motivo banal, (¿acaso no es ese
siempre el motivo de las peleas?).
Tengo algo más que decir sobre la Señora X. Es de ese tipo
de mujeres que cuando dicen “hasta que la muerte nos separe”, en realidad
quieren decir “hasta que la muerte nos separe”. Una verdadera rareza para esta
época. Así que intentó, por supuesto, pelear por su matrimonio. Pero él fue
tajante, acusándola, (a ella), de no haberlo querido nunca (¡pobrecito!, ¡un
mártir!), ni siquiera al inicio de la relación.
Por cierto, y si me permiten la digresión: ¿por qué pasó
de moda eso del “no sos vos, soy yo”? Justificar la situación con crisis
existenciales o problemas de carácter es más bondadoso, (y seguramente más
certero), que comenzar con una larga retahíla de culpas o faltas del otro
miembro de la pareja, como si uno fuera una joyita. Da vergüenza ajena ver a un
fulano sorprendido con los pantalones bajos, lloriqueando por el abandono del
que fue víctima y que justifica todo. ¡Vamos! No, chicos y chicas, si se están
acostando con otro es simplemente porque así se les pintó. Porque aun cuando su
pareja fuera una mezcla perfecta de santidad y sensualidad, dada la ocasión, no
dudarían ni un minuto en traicionarla. Lo crean o no, chicos, fueron ustedes. Porque
si los defectos de sus compañeros eran tan insoportables, los hubieran dejado
antes, que para algo tienen cojones u ovarios. Y si no lo hicieron, no fue
por ser magnánimos o cumplir con sus votos, sino para seguir disfrutando los
beneficios que sus parejas les aportaban.
Volvamos a Mr. X, por ejemplo. Basémonos en sus propias
palabras, documentadas en un Whatsapp: “Siempre supe que no me querías, y si no
te dejé antes fue porque estaba muy cómodo en casa, por mis padres, por
nuestros hijos, y para no lastimarte”.
Vuelvo a las digresiones. Un consejo para todos los que traicionan y los traicionados: borren el
whatsapp de sus celulares. Si dicen algo idiota o una hijaputez, es mejor
que no queden registros escritos. El remordimiento o el enojo son malos
consejeros. Porque, ¡vamos!, cualquiera que lea el whatsapp en cuestión sabe
que en verdad dice: “Siempre supe que no te quería, pero si no te dejé antes
fue porque estaba muy cómodo, soy un inmaduro, nenito de mamá, cobarde, y me
daba igual lastimarte cada día con mi indiferencia porque no era yo el que
sufría”.
Por fin Mr. X obtuvo lo que se propuso. Se fue a vivir a
casa de sus padres, enfermos y añosos, y ofreció de palabra hacerse cargo de
los gastos del departamento familiar. Parecía realmente dispuesto a no dejar a
su ex en la indigencia, y reconocer los derechos que por ley a ella le asistían
luego de consagrar una vida a su servicio y la atención de la familia.
Pero no pasaron ni cuarenta y ocho horas de tan justa
proclama, que cuando ella le pidió usar el auto de los dos, un día de los siete
que tiene la semana, él le largó que el auto era suyo, porque en esa familia él
era el único que había trabajado siempre. (Es curioso, porque yo, que he
transitado por el mundo laboral como cualquier hombre, siendo además madre a
tiempo completo, no podía dejar de suspirar aliviada cada vez que partía de la
tiranía de la casa rumbo al trabajo. Los que hayan cuidado casa y familia me
entenderán).
Tercera digresión, y prometo que será la última. Siempre, siempre, siempre, firmen papeles.
Las palabras se las lleva el viento, como decían las abuelas. No importa que
estén casadas, que sus maridos sean honestísimos, o que se trate de un hermano,
amigo, padre o hijo. Dejar las cuentas claras, o “clarísimas” no implica que
desconfíen del otro, sino que la vida es demasiado complicada, y que lo que hoy
es claro para todos, mañana puede no serlo tanto.
En el inicio de “Sensatez y sentimientos” vemos cómo el
varón, único heredero del padre, planea espléndidas previsiones para su madre y
hermanas. Pero se cruza en el camino su mujer… En mi novela “Volver a empezar”,
(¡me encanta citarme junto a la gran Jane Austen!), al morir el novio de la
protagonista, nadie pudo evitar que su suegra se proclamara como legítima
heredera del departamento comprado por su hijo, pero pagado casi en su
totalidad por su confiada nuera. Estoy cansada de ver cómo algunos gastan sus
herencias en mejorar las propiedades de su pareja, o en viajes conjuntos, o en
lujos para el otro, sin dejar debida cuenta del lugar del que provienen los
fondos. Con mi marido siempre dejamos bien documentado todo, y quizás por eso
llevamos un millón de años casados. Cuentas claras…
Y en los casos como el que me ocupa, es fundamental que las promesas se firmen en “caliente”, cuando las
culpas están frescas y los terceros aun no pueden opinar.
Volviendo a la historia: cuando la separación fue
definitiva, cuando quedó claro que Mr. X estaba “viéndose” con “la anfitriona”,
(un eufemismo que empleo por no utilizar palabras crudas en Facebook), mi
compañera de Pilates comenzó el lento proceso del duelo. Y ya estaba en la
etapa de la resignación, matizada con manchones de odio cada vez que su ex
hacía alguna de las suyas, (¡y hubo muchísimas!), cuando, como mi amiga es un
sol, decidió sacar provecho de la desgracia. Cambió entonces a su marido por
una tierna gatita rescatada, que al menos reconoce con afecto genuino sus
atenciones. Se anotó en algunos sitios de citas on line, sólo por cerciorarse
de que todavía era una mujer deseable. Y lo es, así que pronto se vio obligada
a espantar candidatos en busca de sexo casual. Incrementó sus horas de trabajo,
comenzó cursos y actividades, se ocupó de su madre enferma, ¡y hasta de sus
suegros! Generosa, extrovertida, en cuestión de cuatro meses volvió a ser la
Señora X que todos conocíamos.
Un día invitó a una vieja amiga a tomar un café. La dama
se había alejado de ella sin dar explicaciones. Al principio la charla fue un
poco tensa, pero de inmediato pudo más el afecto, y su amiga, apenadísima,
confesó. Un año atrás, un mediodía, su hija estaba almorzando en un sitio muy
alejado de la Capital. Y cuál no sería su sorpresa al reconocer la figura
inconfundible de Mr. X a los besos con una desconocida. Con valor, y como si
fuera una investigadora privada, la muchacha sacó múltiples fotos de la pareja
que atestiguaban su idilio clandestino, y hasta tuvo el cuidado de fecharlas.
Con las pruebas en la mano, la amiga de mi amiga pasó un año entero
discurriendo si mostrarlas, temiendo destruir una buena familia al hacerlo,
(como si una buena familia pudiera componerse de miembros desleales).
¿Tengo que aclarar que la señorita en cuestión resultó ser
“la anfitriona”?
De repente, con esta nueva evidencia, la inmadurez, (o
estupidez), y egoísmo de Mr. X pasó a segundo plano, y mi cabeza, (¡y ni les
digo la de mi amiga!), estalló: hasta aquí la figura de “la anfitriona” era
absolutamente secundaria. Porque el
infiel lo es por derecho propio. Como Mr. X, que primero engañaba a su
esposa dejándose atender, no por amor, como había jurado, sino por comodidad, y
que luego se decidió por una forma más concreta de ser infiel a su promesa.
Pero “la anfitriona”, inventando un fin de semana para compartir con la esposa
de su amante en feliz contubernio, durmiendo entre uno y otra, coqueteando a
espaldas de la engañada, buscando crear una amistad con ella, saludando con
aspavientos a los hijos de su amante como si quisiera ganar su beneplácito, esa
“anfitriona”, surge como la contrafigura de la mujer-sol. Mientras una teje, la
otra urde. Trama. Su felicidad siempre está asociada a la desdicha de otro. Su
tela es como la de la araña, no sirve para otra cosa más que para atrapar
incautos.
La vida de mi amiga, que es un sol, volverá a brillar.
Crecerá en amistades, quizás otro amor, nietos, familia y tejidos usados
sabiamente para abrigar a los otros.
La vida de Mr. X, en cambio, mal que nos pese, se volverá
inevitablemente dolorosa. Mi amiga lo tenía demasiado malacostumbrado a
apoyarse siempre en ella, así que, le guste o no, esta nueva etapa lo obligará
a crecer, y crecer siempre es doloroso. Ojalá sepa aprovecharlo.
En cuanto a “la anfitriona”, presiento que esta no será la
última vez que mude de piel. Es el destino de las urdidoras: siempre están
enredadas en una intriga nueva, en busca de algo de calor que ilumine lo frío
de su propia alma.
Mil disculpas por molestarlos con un relato tan personal,
pero es casi un llamado a la solidaridad…
Para poder escribir novelas tengo que entender a los
otros. A todos los otros. Por eso justifico a Mr. X, y hasta le tengo lástima,
(la misma que seguro se tiene él), pero a “la anfitriona” de la historia…
¿alguien podría ayudarme a comprender lo que buscaba organizando ese fin de
semana en Pinamar? ¿Acaso el objetivo no era otro más que exhibir el poder que
detentaba sobre su presa? ¿Hacer pública ante sus amigos la aventura que, de
seguro, hasta entonces ellos sólo intuían? ¿Evidenciar ante la señora X lo que
estaba ocurriendo a sus espaldas? ¿O quería convencer a su amante de que ella
era mejor y más divertida que su esposa?
Esta y mil otras preguntas vienen a mi mente. Pero, (¿por
suerte?), no conozco ninguna urdidora para que las responda.
Como ven, soy una escritora desconcertada.
Desde ya, muchas gracias por la ayuda y los comentarios (o
consejos) que puedan arrimar.
2 comentarios:
Un placer leerte, como desde la primera vez que me atrapaste con tus historias.
Es inevitable quedar enganchada a todo lo que publicas. Me ha gustado mucho esta entrada y me encanta la frescura y sencillez con la que expresas esta breve historia.
Abrazos, Clara!!
Genial y sencillamente la verdad. Creo poder responder, desde mi opinión, tu inquietud. Las urdidoras generalmente tienen tan poca confianza en sí mismas y buscan desesperadamente probar a todo el mundo que tienen el control total de sus vidas. Lo cierto es que es que no es así, puesto que quién sabe quién es no necesita estar probándolo demostrando nada.
Por eso creo que la anfgitriona de la história inventó el "viajecito" por el placer mismo de la incertidumbre, la emoción de probarse ella misma que podría controlar todo eso.
Cuando pase la emoción del momento no va a dudar en buscar nuevos retos para elevar su baja autoestima.
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