miércoles, 6 de diciembre de 2017

MUERTE LENTA












¿Qué era ese ruido? ¡Los vecinos, como siempre! Manga de inadaptados, que tanto reían como lloraban a los gritos. Ni algo tan íntimo como la intimidad podían hacer callados.
Pero, ¿qué había sido eso? No era la voz de esa negrita fiera, chillona, como todos los del interior. Ni las palabrotas de aquel energúmeno que apenas sabía hablar el castellano. Ese era un ruido distinto. Un murmullo. Como si algo terrible hubiera ocurrido en la casa. Porque esa gente era así: chillaba con lo banal, y callaba lo importante. Sólo recordaba haber percibido esos murmullos en la casa una vez, el día del asalto al viejo del piso quinto. Después todos fueron al entierro. Todos, menos ella, por supuesto. Ella jamás se daría con una gentuza semejante. El que sus sobrinos la hubieran estafado, arrojándola en ese infierno, no justificaba olvidar su dignidad. Vivir en Villa Ortúzar, en una casa de gentes bajas, como esa nenita estúpida que solía llamarla abuela, no la convertía a ella en su semejante.
¡Abuela!... ¡Qué tupé! Por fortuna, nunca había sido tan idiota como para tener hijos. Con sus sobrinos, para traiciones, le bastaba.
¿Por qué había cesado el ruido?
Ese silencio era ahora atronador.
Pero no iba a darles el gusto de salir de la casa para participar de sus cotilleos. Lo que ocurriera afuera no era asunto de su incumbencia. Ella, una Rodríguez Larreta, (Rodríguez por un mal paso de la abuela, y Larreta por todo lo mejor de la ciudad), no podía mezclarse con la chusma.
Trató de dormir un poco, pero el silencio se lo hizo imposible.
¡¿Por qué nadie hablaba en esa casa, construida a fuerza de gritos?!
Ya estaba decidida. A pesar de ser las once de la mañana, iba a salir a comprar las masas de las cinco. Pasaría por el corredor, como siempre, ignorándolos a todos. Pero aguzaría el oído, sólo para cerciorarse de que no estuvieran tramando algo en su contra.
Intentó abrir los ojos, para luego ponerse de pie. Pero fue inútil. La fuerza la había abandonado. A ella, que a fuerza de pura voluntad se había enfrentado a esa caterva de seres tontos que pretendían ser amigos, familiares y vecinos. A ella, que había transitado el mundo oponiéndose con fuerza a él, indiferente a la suerte de los otros.
Un dolor profundo en el pecho no le permitió seguir pensando.
¡Tantas veces había dicho “prefiero estar muerta antes de vivir de esta manera”!
Y ahora…
Ahora se estaba muriendo de verdad.
Sí, lo sabía. Ese vacío completo, abrumador…
¿Por qué nadie le tendía la mano, la acariciaba? ¿Dónde estaba esa luz reconfortante al final del camino? ¿Por qué ya no podía escuchar, oír, compartir la vida, aunque fuera la de los otros?
¡No! Eso era imposible. Simplemente no estaba dispuesta a permitirlo. ¡Nadie le había enseñado a vivir, y ahora nadie le iba a imponer la muerte!
¿Qué ruido era ese?
Una puerta que se abría. La negrita de al lado, ¡seguro!, trayéndole la sopa de las doce.
¡Y ella que se había creído muerta!
Esperó un rato.
¿Dónde estaba el maldito mejunje? ¿Dónde, la negra fiera?
—¿Abuela?... Abuelita… Mamá, ¿por qué la abuelita no se mueve?
—Uh… Parece que la vieja de mierda se murió.
—¿Estás segura?...
—No ves que no se ríe, ni juega…
—¡Ah!... ¿Eso es morirse? Entonces no te preocupes, mami. La abuelita ya se había muerto hacía rato.