miércoles, 6 de diciembre de 2017

MUERTE LENTA












¿Qué era ese ruido? ¡Los vecinos, como siempre! Manga de inadaptados, que tanto reían como lloraban a los gritos. Ni algo tan íntimo como la intimidad podían hacer callados.
Pero, ¿qué había sido eso? No era la voz de esa negrita fiera, chillona, como todos los del interior. Ni las palabrotas de aquel energúmeno que apenas sabía hablar el castellano. Ese era un ruido distinto. Un murmullo. Como si algo terrible hubiera ocurrido en la casa. Porque esa gente era así: chillaba con lo banal, y callaba lo importante. Sólo recordaba haber percibido esos murmullos en la casa una vez, el día del asalto al viejo del piso quinto. Después todos fueron al entierro. Todos, menos ella, por supuesto. Ella jamás se daría con una gentuza semejante. El que sus sobrinos la hubieran estafado, arrojándola en ese infierno, no justificaba olvidar su dignidad. Vivir en Villa Ortúzar, en una casa de gentes bajas, como esa nenita estúpida que solía llamarla abuela, no la convertía a ella en su semejante.
¡Abuela!... ¡Qué tupé! Por fortuna, nunca había sido tan idiota como para tener hijos. Con sus sobrinos, para traiciones, le bastaba.
¿Por qué había cesado el ruido?
Ese silencio era ahora atronador.
Pero no iba a darles el gusto de salir de la casa para participar de sus cotilleos. Lo que ocurriera afuera no era asunto de su incumbencia. Ella, una Rodríguez Larreta, (Rodríguez por un mal paso de la abuela, y Larreta por todo lo mejor de la ciudad), no podía mezclarse con la chusma.
Trató de dormir un poco, pero el silencio se lo hizo imposible.
¡¿Por qué nadie hablaba en esa casa, construida a fuerza de gritos?!
Ya estaba decidida. A pesar de ser las once de la mañana, iba a salir a comprar las masas de las cinco. Pasaría por el corredor, como siempre, ignorándolos a todos. Pero aguzaría el oído, sólo para cerciorarse de que no estuvieran tramando algo en su contra.
Intentó abrir los ojos, para luego ponerse de pie. Pero fue inútil. La fuerza la había abandonado. A ella, que a fuerza de pura voluntad se había enfrentado a esa caterva de seres tontos que pretendían ser amigos, familiares y vecinos. A ella, que había transitado el mundo oponiéndose con fuerza a él, indiferente a la suerte de los otros.
Un dolor profundo en el pecho no le permitió seguir pensando.
¡Tantas veces había dicho “prefiero estar muerta antes de vivir de esta manera”!
Y ahora…
Ahora se estaba muriendo de verdad.
Sí, lo sabía. Ese vacío completo, abrumador…
¿Por qué nadie le tendía la mano, la acariciaba? ¿Dónde estaba esa luz reconfortante al final del camino? ¿Por qué ya no podía escuchar, oír, compartir la vida, aunque fuera la de los otros?
¡No! Eso era imposible. Simplemente no estaba dispuesta a permitirlo. ¡Nadie le había enseñado a vivir, y ahora nadie le iba a imponer la muerte!
¿Qué ruido era ese?
Una puerta que se abría. La negrita de al lado, ¡seguro!, trayéndole la sopa de las doce.
¡Y ella que se había creído muerta!
Esperó un rato.
¿Dónde estaba el maldito mejunje? ¿Dónde, la negra fiera?
—¿Abuela?... Abuelita… Mamá, ¿por qué la abuelita no se mueve?
—Uh… Parece que la vieja de mierda se murió.
—¿Estás segura?...
—No ves que no se ríe, ni juega…
—¡Ah!... ¿Eso es morirse? Entonces no te preocupes, mami. La abuelita ya se había muerto hacía rato.





viernes, 17 de noviembre de 2017

ENSUEÑOS GÓTICOS






Lo sabía de buena fuente: el profesor Repetto era libre. Libre como el viento. Un aire fuerte e imparable, capaz de arrasar todo a su paso. ¿Ya se habría dado cuenta de que ella llevaba dos clases cayéndose a propósito, sólo por sentir cómo la levantaba por el aire, con sus músculos poderosos y entrenados?
Bueno, no era la única. Muchas idiotas hacían lo mismo. Siempre había una en cada curso que estaba empeñada en ganar la eterna apuesta: conquistar al profe de Gimnasia. Pero él ni se les acercaba. Sabía que si se ponía a tiro iban a aprovecharse. A burlarse de él, de su querido profe, como se burlaban de ella. Porque todo el tiempo se estaban burlando de ella. De su forma de maquillarse, o de vestir, (siempre de negro, con sus eternos zapatones de plataforma, que usaba aun cuando el termostato trepaba los treinta grados centígrados). Se reían porque ella era gótica, porque tenía el mal hábito de cortajearse para chupar su propia sangre, y porque leía. Pero en realidad no le perdonaban que se atreviera a pensar. A ser distinta.
Nadie en ese estúpido colegio la entendía. Nadie en su estúpida casa. Nadie en el estúpido mundo.
Sólo el profe de Gimnasia.
Él, el único.
Claro que no siempre fue así. El día que lo había conocido discutieron amargamente. Ahora le daba gracia, pero ese día apenas había podido contener las ganas de llorar. Todavía podía escuchar las risas a su alrededor. Las burlas, por su furibunda negativa a reemplazar sus borceguíes por unas estúpidas zapatillas deportivas, más apropiadas para el ejercicio. Ese día también el profe había dejado caer un comentario jocoso, y entonces tuvo que odiarlo. Pero bastó que las demás perdieran interés, ocupadas en correr detrás de una estúpida pelota, para que él se acercara a ella con dulzura, ayudándola a ponerse de pie, mientras le susurraba al oído:
“Admiro tu valor”, le había dicho. “Pero no lo malgastes en un juego amistoso, porque no te van a quedar fuerzas para la gran final”.
¿Cómo era posible que la conociera tanto? Él sabía... Él entendía... Y luego de eso no sólo había accedido a ponerse las malditas zapatillas, sino que en menos de un mes se había convertido en su mejor corredora.
Él siempre le anunciaba su tiempo con una sonrisa. Un gesto cálido de entendimiento, que por un instante servía para transportarlos a un mundo íntimo y privado.
Claro que sólo eso había entre los dos. Después de todo el profe tenía como mil años, pobrecito, (o al menos treinta), mientras que ella sólo llevaba quince velitas sopladas, y un millón de ganas de que él la amara.
Sí... Algún día... Algún día el profe iba a decir: “Ayelén Ramos, cuarenta y seis segundos y tres décimas, ganadora de esta competencia, y propietaria de mi sangre y mi destino”. Y entonces las estúpidas iban a llorar. Y ellos se iban a ir juntos de ese estúpido colegio, para nunca más volver a su estúpida casa, adonde la esperaba su estúpida familia.
Sí, tarde o temprano iban a terminar juntos. Y él iba a beber su sangre, y ella la de él, y entonces vivirían para siempre.
—¡Ayelén! Te lo advierto por última vez: ponte derecha.
La muchacha obedeció a la gorda de Geografía sin chistar.
Claro que no era idiota. Sabía que resultaba muy difícil que todo eso ocurriera. Pero si después de un tiempo las cosas no se daban naturalmente, ya se iba a encargar ella misma de hacerlas ocurrir. Después de todo había miles de formas en que una menor como ella podía manipular a un adulto.
Sólo hacía falta valor para llevarlas a cabo.
Y valor era lo único que a Ayelén Ramos le sobraba.
 


Clara Voghan,  YO TAMBIÉN TE AMO (Fragmento de la novela)


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martes, 7 de noviembre de 2017

Las Urdidoras








Rara vez conozco a una mujer que sea un verdadero sol. Que ilumine todo a su paso a fuerza de sensatez y buen humor. Que caliente el alma de los que la rodean, ya sea marido, hijos o amigos, con alguna palabra de aliento o un gesto de cariño. Que tenga la habilidad increíble de hacer que todo resplandezca a su alrededor.
La primera que tuve el gusto de encontrar fue una que, como yo, era “madre de colegio” y promediaba los treinta, con dos hijas hermosas y un marido cincuentón, profesor de tenis. Siempre me sorprendió la forma maravillosa en que hacía lucir sus escasos recursos: cosía bellos vestidos para sus hijas, tejía para abrigar a toda la familia, conseguía libros usados que ponía a nuevos, y se daba el único lujo de enviar a sus hijas a un excelente colegio bilingüe. Lucía enamoradísima de su esposo y lo admiraba, (aunque todas las otras madres/víboras pensáramos que podría haber elegido mejor).
En medio de tanta perfección, un día su vida cambió para siempre. El profesor de tenis tuvo un infarto severo, y pasó de ser una ayuda en la crianza de las niñas y el sostenimiento de la casa, a una carga grande que había que cuidar, mantener y mimar. Difícil tarea. Sin embargo nunca la escuché quejarse o perder la sonrisa. Tampoco permitió que su orgullo la hiciera rechazar la ayuda. Por el contrario, la aceptaba con gracia, segura de poder devolverla en un momento mejor. Incluso, aún a pesar de verse forzada a tomar más trabajo, se las ingenió para sacar adelante a su familia, todo el tiempo con una sonrisa en la boca y un tejido en el bolso, cuestión de aprovechar al máximo incluso los pocos momentos libres.
Siempre me fascinó ese tipo de “mujer maravilla”. Quizás porque yo más me parezco a esos días de primavera que prometen sol radiante, pero que muchas veces terminan en chubascos, (como bien le complace atestiguar a mi marido a todo el que lo quiera oír).
Cuatro años atrás me choqué con otra de estas mujeres maravillosas. Desde entonces compartimos penas y alegrías mientras montamos las olas de nuestras camas de Pilates. Más que ejercicio hacemos terapia. Ella, llamémosla la ”Señora X”, siempre nos alegraba y sorprendía. Y no sólo por el eterno buen humor que tenía entonces, sino por el amor incondicional que mostraba a su familia, a su compañero de toda la vida, e incluso a sus amigos. Inteligente, astuta, voluntariosa, su capacidad para negociar resultaba sorprendente. Pero cuando se trataba de los hijos…
Creo que eso nos unió desde un principio: yo me burlaba de ella por la forma en que sobreprotegía a sus angelitos. Lo gracioso es que yo hacía exactamente lo mismo con los míos, por lo que reíamos juntas. Siempre le decía: “en tu caso lo entiendo, por ser una típica madre judía, pero yo ni siquiera tengo esa excusa para ser tan tonta”.
A diferencia de lo que ocurría, (y ocurre), conmigo, desde un principio me sorprendió su tenacidad por mantenerse en línea, muriendo de hambre con tal de lucir un bikini que envidiarían muchas adolescentes. Y lo más extraño: no por jactarse ante los demás, sino como un mimo especial para su esposo. Por cierto, no era lo único que hacía por él. Peor aún, lo acompañaba encantada a todas sus presentaciones, ya que como “hobby” Mr. X cantaba y bailaba en un grupo folklórico. Así que luego de trabajar toda la semana y hacer relucir el dinero y la casa, mi amiga tomaba su tejido y su sonrisa y pasaba horas interminables escuchando las canciones que el coro repetía una y otra vez, compartiendo con amigos ajenos sus pocos ratos de “descanso”. Claro que también tenía amigos propios. Muchos. Pero su marido olvidaba la sonrisa a la hora de acompañarla, y siempre dejaba en claro el gran favor que le estaba haciendo.
Un día, en una de nuestras tantas caminatas alrededor del lago, (no sólo de Pilates viven las mujeres), me confesó con preocupación que el marido se había quejado por su desamor. Cosa rara, porque el sexo seguía en forma regular, así como las salidas conjuntas, y la atención que ella le dispensaba. Pero mi amiga, como toda mujer que teje, a pesar de saber calcular con exactitud la cantidad de lana para una prenda, no duda ni un minuto en proveerse de algún ovillo extra cuando misteriosamente empiezan a escasear. Lo mismo hizo con su matrimonio. Duplicó sus atenciones, intensificó el deseo, e incluso le dio a él más de un detalle extra como para asegurarse del resultado deseado.
Yo, por mi parte, intentaba calmarla: cualquiera que haya vivido un gran amor sabe que se trata de una eterna negociación. La vida no es estática, y tampoco el afecto. Pero, ¿qué podía fallar cuando ella ponía tanto esfuerzo en tejer con esmero su propio destino?
Y entonces vino lo de Pinamar.
Para aquellos que no lo conocen, Pinamar es uno de los balnearios más tradicionales de la Argentina. Bello, pujante, cuenta con una población estable que lo convierte en una gran ciudad, con todos los males que ello implica. Pero su mar, generoso e imponente, sigue regalando belleza a los que lo eligen como escapada.
Y de eso se trataba: un fin de semana largo. La propuesta parecía interesante: cuatro mujeres y cuatro hombres, todos, menos mi amiga, integrantes del grupo de folklore, compartiendo el departamento que una de ellos poseía en Pinamar.
La Señora X estaba entusiasmada. Imaginaba largas caminatas, mañanas compartidas al sol, y si el otoño lo permitía, quizás algo de playa… No pudo estar más equivocada. Extrañamente el alojamiento propuesto para ocho estaba diseñado apenas para cuatro. Dos recurrieron de inmediato al hotel más cercano. También ella se ilusionó con esa posibilidad, pero su marido se mantuvo firme: compartirían cuarto y camas, hombres y mujeres, en una extraña complicidad tratándose de adultos que apenas se conocían. Sin embargo a ella no le extrañó: su marido se caracterizaba por ser un hombre sensato y especialmente cuidadoso con el dinero, (por no decir que era un horrible tacaño).
Una vez allí, el ritmo de vida lo fijó la dueña de casa, buena conocedora de todos los sitios para bailar de la ciudad. Cada noche empezaba con unas copas y buena música, y seguía hasta la mañana con la locura y el desenfreno del baile, como si fueran veinteañeros entusiastas, aunque el más joven de ellos hubiera gastado ya la cuarta década.
Mi amiga, un sol ella, estaba dispuesta a disfrutar tanto como los demás. Y aunque por un mal paso desde hacía un mes apenas podía apoyar el pie, se empeñaba en dar pasos aún peores con tal de no aguar la fiesta.
También dije que nuestra Señora X era una mujer sensata, así que a eso de las tres o cuatro de la mañana se sentaba a esperar el fin de fiesta. Su marido, en cambio, se negaba a parar. Aunque se viera un poco ridículo, todo sudado, colorado por el esfuerzo que a las claras lo excedía. Mi amiga lo miraba a la distancia con un poco de pena. “Crisis de la mediana edad”, lo justificaba. Y ni su vientre abultado, ni el negro del cabello que ya se mezclaba con una pelada que había dejado de ser incipiente, ni su actitud mezquina de dejarla allí sola, le permitían ver lo que era evidente: aquella figura trasnochada estaba haciendo equilibrio con lo patético.
Volvió ella moderadamente contenta después de aquel viaje. A mi amiga le caía bien la dueña de casa, aún a pesar de sus excesos. “La crisis de la recién divorciada”, pensaba para sus adentros. Por lo demás le parecía bien intencionada. Su anfitriona era así, efusiva con todos. Incluso al despedirse de los hijos de los Señores X, al iniciar el viaje, los había saludado con grandes aspavientos, como si los conociera de toda la vida.
Durante esos pocos días hubo un solo hecho que extrañó a mi compañera de Pilates. Poco antes de partir ella le había pedido a su esposo que le consiguiera entradas para la obra de teatro más vista del momento. La respuesta de él fue tajante: la empresa en la que trabajaba como ingeniero no estaba promocionando la función, por lo que conseguir entradas gratis resultaba imposible. Cuál fue su sorpresa entonces cuando durante el viaje de regreso su anfitriona hizo el mismo pedido, y Mister X le respondió que las conseguiría encantado.
Todas estas historias acerca de su fin de semana relataba mi amiga con una sonrisa en la clase de Pilates. Yo, en cambio, escuchaba con alarma, mientras los resortes de mi cama comenzaban a echar chispas. Inteligente y perspicaz, ella había visto todo lo que tenía que ver. Pero simplemente se negaba a decodificarlo.
Pasó casi un mes desde aquel fin de semana. Mr. X se veía cada vez más distante. Mi amiga reclamaba, pero él evadía las respuestas.
Y entonces sucedió. Una tarde cualquiera llamé a mi amiga. Pero en vez de su habitual tono cantarín, me choqué con un llanto amargo que nublaba su voz y su vista mientras cruzaba una de las avenidas más peligrosas de esta Capital. “Dice que ya no me quiere”, logré entender.
Esa había sido la declaración hecha a desgano por su marido, para concluir una larga pelea por un motivo banal, (¿acaso no es ese siempre el motivo de las peleas?).
Tengo algo más que decir sobre la Señora X. Es de ese tipo de mujeres que cuando dicen “hasta que la muerte nos separe”, en realidad quieren decir “hasta que la muerte nos separe”. Una verdadera rareza para esta época. Así que intentó, por supuesto, pelear por su matrimonio. Pero él fue tajante, acusándola, (a ella), de no haberlo querido nunca (¡pobrecito!, ¡un mártir!), ni siquiera al inicio de la relación.
Por cierto, y si me permiten la digresión: ¿por qué pasó de moda eso del “no sos vos, soy yo”? Justificar la situación con crisis existenciales o problemas de carácter es más bondadoso, (y seguramente más certero), que comenzar con una larga retahíla de culpas o faltas del otro miembro de la pareja, como si uno fuera una joyita. Da vergüenza ajena ver a un fulano sorprendido con los pantalones bajos, lloriqueando por el abandono del que fue víctima y que justifica todo. ¡Vamos! No, chicos y chicas, si se están acostando con otro es simplemente porque así se les pintó. Porque aun cuando su pareja fuera una mezcla perfecta de santidad y sensualidad, dada la ocasión, no dudarían ni un minuto en traicionarla.  Lo crean o no, chicos, fueron ustedes. Porque si los defectos de sus compañeros eran tan insoportables, los hubieran dejado antes, que para algo tienen cojones u ovarios. Y si no lo hicieron, no fue por ser magnánimos o cumplir con sus votos, sino para seguir disfrutando los beneficios que sus parejas les aportaban.
Volvamos a Mr. X, por ejemplo. Basémonos en sus propias palabras, documentadas en un Whatsapp: “Siempre supe que no me querías, y si no te dejé antes fue porque estaba muy cómodo en casa, por mis padres, por nuestros hijos, y para no lastimarte”.
Vuelvo a las digresiones. Un consejo para todos los que traicionan y los traicionados: borren el whatsapp de sus celulares. Si dicen algo idiota o una hijaputez, es mejor que no queden registros escritos. El remordimiento o el enojo son malos consejeros. Porque, ¡vamos!, cualquiera que lea el whatsapp en cuestión sabe que en verdad dice: “Siempre supe que no te quería, pero si no te dejé antes fue porque estaba muy cómodo, soy un inmaduro, nenito de mamá, cobarde, y me daba igual lastimarte cada día con mi indiferencia porque no era yo el que sufría”.
Por fin Mr. X obtuvo lo que se propuso. Se fue a vivir a casa de sus padres, enfermos y añosos, y ofreció de palabra hacerse cargo de los gastos del departamento familiar. Parecía realmente dispuesto a no dejar a su ex en la indigencia, y reconocer los derechos que por ley a ella le asistían luego de consagrar una vida a su servicio y la atención de la familia.
Pero no pasaron ni cuarenta y ocho horas de tan justa proclama, que cuando ella le pidió usar el auto de los dos, un día de los siete que tiene la semana, él le largó que el auto era suyo, porque en esa familia él era el único que había trabajado siempre. (Es curioso, porque yo, que he transitado por el mundo laboral como cualquier hombre, siendo además madre a tiempo completo, no podía dejar de suspirar aliviada cada vez que partía de la tiranía de la casa rumbo al trabajo. Los que hayan cuidado casa y familia me entenderán).
Tercera digresión, y prometo que será la última. Siempre, siempre, siempre, firmen papeles. Las palabras se las lleva el viento, como decían las abuelas. No importa que estén casadas, que sus maridos sean honestísimos, o que se trate de un hermano, amigo, padre o hijo. Dejar las cuentas claras, o “clarísimas” no implica que desconfíen del otro, sino que la vida es demasiado complicada, y que lo que hoy es claro para todos, mañana puede no serlo tanto.
En el inicio de “Sensatez y sentimientos” vemos cómo el varón, único heredero del padre, planea espléndidas previsiones para su madre y hermanas. Pero se cruza en el camino su mujer… En mi novela “Volver a empezar”, (¡me encanta citarme junto a la gran Jane Austen!), al morir el novio de la protagonista, nadie pudo evitar que su suegra se proclamara como legítima heredera del departamento comprado por su hijo, pero pagado casi en su totalidad por su confiada nuera. Estoy cansada de ver cómo algunos gastan sus herencias en mejorar las propiedades de su pareja, o en viajes conjuntos, o en lujos para el otro, sin dejar debida cuenta del lugar del que provienen los fondos. Con mi marido siempre dejamos bien documentado todo, y quizás por eso llevamos un millón de años casados. Cuentas claras…
Y en los casos como el que me ocupa, es fundamental que las promesas se firmen en “caliente”, cuando las culpas están frescas y los terceros aun no pueden opinar.
Volviendo a la historia: cuando la separación fue definitiva, cuando quedó claro que Mr. X estaba “viéndose” con “la anfitriona”, (un eufemismo que empleo por no utilizar palabras crudas en Facebook), mi compañera de Pilates comenzó el lento proceso del duelo. Y ya estaba en la etapa de la resignación, matizada con manchones de odio cada vez que su ex hacía alguna de las suyas, (¡y hubo muchísimas!), cuando, como mi amiga es un sol, decidió sacar provecho de la desgracia. Cambió entonces a su marido por una tierna gatita rescatada, que al menos reconoce con afecto genuino sus atenciones. Se anotó en algunos sitios de citas on line, sólo por cerciorarse de que todavía era una mujer deseable. Y lo es, así que pronto se vio obligada a espantar candidatos en busca de sexo casual. Incrementó sus horas de trabajo, comenzó cursos y actividades, se ocupó de su madre enferma, ¡y hasta de sus suegros! Generosa, extrovertida, en cuestión de cuatro meses volvió a ser la Señora X que todos conocíamos.
Un día invitó a una vieja amiga a tomar un café. La dama se había alejado de ella sin dar explicaciones. Al principio la charla fue un poco tensa, pero de inmediato pudo más el afecto, y su amiga, apenadísima, confesó. Un año atrás, un mediodía, su hija estaba almorzando en un sitio muy alejado de la Capital. Y cuál no sería su sorpresa al reconocer la figura inconfundible de Mr. X a los besos con una desconocida. Con valor, y como si fuera una investigadora privada, la muchacha sacó múltiples fotos de la pareja que atestiguaban su idilio clandestino, y hasta tuvo el cuidado de fecharlas. Con las pruebas en la mano, la amiga de mi amiga pasó un año entero discurriendo si mostrarlas, temiendo destruir una buena familia al hacerlo, (como si una buena familia pudiera componerse de miembros desleales).
¿Tengo que aclarar que la señorita en cuestión resultó ser “la anfitriona”?
De repente, con esta nueva evidencia, la inmadurez, (o estupidez), y egoísmo de Mr. X pasó a segundo plano, y mi cabeza, (¡y ni les digo la de mi amiga!), estalló: hasta aquí la figura de “la anfitriona” era absolutamente secundaria. Porque el infiel lo es por derecho propio. Como Mr. X, que primero engañaba a su esposa dejándose atender, no por amor, como había jurado, sino por comodidad, y que luego se decidió por una forma más concreta de ser infiel a su promesa. Pero “la anfitriona”, inventando un fin de semana para compartir con la esposa de su amante en feliz contubernio, durmiendo entre uno y otra, coqueteando a espaldas de la engañada, buscando crear una amistad con ella, saludando con aspavientos a los hijos de su amante como si quisiera ganar su beneplácito, esa “anfitriona”, surge como la contrafigura de la mujer-sol. Mientras una teje, la otra urde. Trama. Su felicidad siempre está asociada a la desdicha de otro. Su tela es como la de la araña, no sirve para otra cosa más que para atrapar incautos.
La vida de mi amiga, que es un sol, volverá a brillar. Crecerá en amistades, quizás otro amor, nietos, familia y tejidos usados sabiamente para abrigar a los otros.
La vida de Mr. X, en cambio, mal que nos pese, se volverá inevitablemente dolorosa. Mi amiga lo tenía demasiado malacostumbrado a apoyarse siempre en ella, así que, le guste o no, esta nueva etapa lo obligará a crecer, y crecer siempre es doloroso. Ojalá sepa aprovecharlo.
En cuanto a “la anfitriona”, presiento que esta no será la última vez que mude de piel. Es el destino de las urdidoras: siempre están enredadas en una intriga nueva, en busca de algo de calor que ilumine lo frío de su propia alma.
Mil disculpas por molestarlos con un relato tan personal, pero es casi un llamado a la solidaridad…
Para poder escribir novelas tengo que entender a los otros. A todos los otros. Por eso justifico a Mr. X, y hasta le tengo lástima, (la misma que seguro se tiene él), pero a “la anfitriona” de la historia… ¿alguien podría ayudarme a comprender lo que buscaba organizando ese fin de semana en Pinamar? ¿Acaso el objetivo no era otro más que exhibir el poder que detentaba sobre su presa? ¿Hacer pública ante sus amigos la aventura que, de seguro, hasta entonces ellos sólo intuían? ¿Evidenciar ante la señora X lo que estaba ocurriendo a sus espaldas? ¿O quería convencer a su amante de que ella era mejor y más divertida que su esposa?
Esta y mil otras preguntas vienen a mi mente. Pero, (¿por suerte?), no conozco ninguna urdidora para que las responda.
Como ven, soy una escritora desconcertada.
Desde ya, muchas gracias por la ayuda y los comentarios (o consejos) que puedan arrimar.

Clara Voghan


jueves, 12 de octubre de 2017

La Paloma de la Paz o la Oveja de la Discordia



Hace poco me pidieron una fotografía de mi lugar de trabajo. Como ya les conté en esa oportunidad, mi inspiración llega en cualquier parte. Por eso llevo un cuaderno de veinticinco hojas en el bolso, y en él escribo en los lugares más insólitos. ¡Incluso parada en el bus, o cruzando una calle!
Una vez en casa, lo más difícil para mí, lo paso en la compu que se ve en la foto. Después lo leo una y otra vez en voz alta, corrigiendo y corrigiendo hasta que el texto queda potable. Entonces, sí, con todo listo, no me queda más que… guardarlo. El tiempo es mi gran corrector, porque lo que hoy suena razonable y claro, mañana puede resultar inentendible.
Luego, por supuesto, llega el corrector de carne y hueso. No crean, me costó mucho encontrar uno bueno, que entendiera mis razones, y tolerara los caprichos de todo escritor.
La foto salió publicada por Marina Nicoletti en un grupo de Facebook (1), y como ocurre con mis novelas, recién entonces me di cuenta de que faltaba un detalle importantísimo: la ovejita de la discordia.


La Paloma de la Paz 

ó 

la Oveja de la Discordia





¿No está linda?
Pero no crean que es un simple juguete… No, es un verdadero estandarte de mi matrimonio.
El año que la compré, (uno de esos que se quiere borrar de la memoria), pactamos con mi esposo dejar a un lado los problemas e ir de crucero hasta South Hampton, en el Reino Unido, y de ahí tomar una excursión por los lagos de Escocia. Para los que no los conocen, les diré que son de igual belleza que los de nuestra Patagonia (2) (es decir, increíbles). Pero allí adonde nosotros tenemos naturaleza virgen e indómita, ellos tienen historia y cultura.
El año en cuestión había sido tan terrible, que incluso el día anterior a embarcarme lo había pasado en una comisaría, denunciando penalmente a un individuo por amenazas e intento de  estafa.
Así es mi vida: siempre tengo para entretenerme.
El crucero, entonces, resultó un bálsamo. Comer sentada a una mesa, sin teléfonos ni señal de wifi, dormir arrullada por las olas, sin bocinas, frenadas o griteríos, y llegar a puerto, mientras las luces y sombras del amanecer dibujaban los contornos de una nueva ciudad por descubrir. Algún día les voy a contar de ese crucero: tres muertos, un rescate aéreo, marejadas récord… Bah, un paseo, comparado con mi vida por aquel entonces.
Llegar a South Hampton tampoco fue fácil. Pero el viaje a Escocia, con sus Highlands de un verde diferente de los campos y lomas de la Inglaterra del sur, sus lagos silenciosos y castillos derruidos que hacen volar la imaginación, resultó en verdad encantador.
Tengo que confesar que no soy como la mujer promedio. Quizás por ese motivo siempre me fascinó ver a una maquillándose, habilidad que aún hoy me es esquiva, (¡hasta me casé a cara lavada, para horror de parientes y familiares!). De la misma manera, tampoco comparto con las de mi género el placer por las compras. Tengo “cero” instinto de cazadora. Y por eso cuando voy de viaje disfruto más de charlar con alguien del lugar, o hasta viajar en metro, antes que encerrarme en un Mall. Pero ya sea en casa o de viaje, hay objetos que tropiezan conmigo pese a mi indiferencia, y me atrapan por su belleza, perfección, o simplemente por su encanto. Así ocurrió con la ovejita: fue amor a primera vista.
En la excursión habíamos trabado relación con otros argentinos. Los hombres caminaban juntos, sacando fotos u ofreciendo, a quien los quisiera oír, interesantes datos históricos, geográficos y hasta geológicos, de dudosa certeza.
Las mujeres, y yo con ellas, se abalanzaban a comprar. Pasaban entonces ante mis ojos infinidad de “recuerdos”, estatuitas o muñecos, para que brindara mi opinión sobre su valor y belleza. Y como odio mentir, más de una vez me vi obligada a buscar en mi mente sinónimos de cursi o patético que no ofendieran a nadie. “Gracioso”, decía, sin aclarar si era porque el objeto tenía su gracia, o porque la producía.
Los bolsos de todas comenzaban a llenarse de decenas de cosas inútiles, que serían olvidadas una vez en casa, previo pago de la correspondiente multa por exceso de equipaje.
Los maridos, por supuesto, protestaban. A sus conferencias sobre tonterías pronto se añadieron las críticas feroces a las mujeres en general, y a sus cónyuges en particular. Y mi esposo, que habitualmente pelea conmigo para que compre lo primero que miro en un negocio, (antes creía que lo hacía por generosidad y desprendimiento, pero ya me di cuenta de que es sólo para terminar rápido con el asunto de las compras), él, mi dulce marido, quizás por “efecto contagio”, comenzó a mirar con horror cada objeto que yo tocaba.
Y entonces apareció la ovejita. Me miró, nos miramos, y ni siquiera me importó que tuviera una patita coja. Ese era un regalo ideal para alguno de los niñitos de la familia a los que tengo que regalar todos los meses, (¿les conté que mis hijos tienen veintidós primos hermanos, y que para horror de mi bolsillo, con todos nos llevamos bien?)
La tomé sin pensarlo, y ya casi estaba en la caja, cuando vino mi marido y de mal modo me susurró al oído: “Por comprar esta porquería faltará lugar en la valija para cosas mejores. ¡Pesa una tonelada!”.
Tengo que contarles algo acerca de las peleas con mi marido. De novios eran sangrientas: iban desde temas filosóficos, políticos, hasta cuál de los dos era más inteligente, (bueno, en eso todavía no hemos acordado).
Ya de casados las discusiones versaban sobre el manejo del dinero, (cada uno quería echarle esa responsabilidad al otro), los hijos, (¿quién dijo que unen a un matrimonio?), y hasta la familia, (siempre confesé que si había enrejado los balcones de mi bello departamento del piso trece era para evitar que mi marido e hijos se cayeran…, o que yo los tirara).
Como dije muchas veces, creo que un gran amor se construye cada día y se defiende a cada hora. Pero con el tiempo fui aprendiendo a pelear mis batallas. A ceder en las tonterías diarias, a negociar en las cosas importantes, y a imponerme en las imprescindibles para mí. También me di cuenta de que no sirve quedarse a mitad de camino entre los propios deseos y los del otro, porque así nadie es feliz. Ceder, en cambio, tantas veces como cede nuestra pareja, es una buena forma de renovar el amor. Mimar y sentirme mimada es uno de los grandes placeres que me ha dado el matrimonio.
Pero ese día en particular, el de la oveja, el espíritu del monstruo del lago Ness parecía haber invadido el cuerpo de mi esposo. Primero le hice caso y dejé el dichoso juguete en su lugar. Y es que, en general, (y a pesar de que yo siempre le digo lo contrario), mi esposo es prudente en sus consejos y vale la pena escucharlo. Pero la aspereza de sus palabras, inusual en él, me rebeló. De repente yo no era más que una mujer tonta y derrochadora como las demás, y él, otro troglodita que chillaba sin tratar de entender razones. Y a mí no me gustan ni los trogloditas ni los chillidos.
Tomé entonces mi ovejita del montón. Esa, la que había elegido primero, aunque tuviera la pata coja, porque de la misma forma había elegido a mi marido: tenía que ser él, y no otro, aun a pesar de todos sus defectos.
Ahora…  Ahora ya ha pasado algún tiempo, y cada vez que asoma el macho chauvinista que todo esposo lleva adentro, sólo me basta con enseñarle la ovejita para que terminemos riendo juntos.
Por eso siempre está en mi escritorio.
Y porque, como sucede con mi marido, también a ella la amo con toda mi alma.

__________________
(1)  Marina la publicó en AMIGOS LITERARIOS SIN FRONTERAS  el 6 de octubre de 2017.  Mi agradecimiento a ella y a los demás integrantes del grupo por ese hermoso recuerdo.

























(2)

lunes, 17 de julio de 2017

RECLAMOS




—Que los Reyes Magos te traigan un buen marido, y a mí, un lindo nietito.
Ahí estaba. ¡El nietito! Infaltable, como cada año desde que había cumplido los veinticinco. Lo curioso era que durante los siete años en que estuvo “de novia” con el idiota de Claudio, (desde los quince hasta los veintidós), cada vez que llegaba tarde a casa su madre escupía la maldita frase, pero con un sentido distinto: “¿No me traerás un nietito, no? ¡Sería lo único que falta!”.
Ahora, en cambio, “el nietito” era una forma “sutil” de recordarle que su reloj biológico no se detenía, y que precisamente esa mañana, (la de Reyes), algún camello había traído en sus alforjas treinta hermosos años para depositarlos justo en sus caderas, (la celulitis era un bono extra).
—Bueno, querida, si te desperté es mejor que sigas durmiendo… ¡Y que tengas un cumpleaños muy feliz!
Mientras colgaba el teléfono, Ana tuvo la certeza de que estaba predestinada a no conocer nunca uno de esos. De hecho, su primer recuerdo de un cumpleaños todavía le producía una cierta sensación de ahogo. Literalmente, ahogo. Por aquellos días apenas tenía dos años, y no medía mucho más de setenta centímetros, (siempre había sido muy bajita). El día anterior a ese todos habían acomodado sus “zapatitos” en la puerta del patio, colocando además un fuentón con agua “para los camellos”. Ni bien amaneció, la familia completa había corrido hacia allí, expectante. Pero como era la más chiquita, y la que cumplía años, sus hermanos le dieron prioridad a “Anita”, (primera y única vez en que esa malsana tropilla de varones la iba a tener en cuenta para algo). Así que, emocionada, corrió y corrió… Por supuesto, papá había olvidado vaciar el fuentón, que sólo tenía treinta centímetros de profundidad, pero que resultó suficientemente hondo como para dejarla escupiendo agua por el resto del día.
Los cumpleaños siguientes no fueron mejores. Mientras sus hermanos desenvolvían pelotas, guantes de boxeo, o patinetas dejadas por los generosos Reyes Magos, ella, la del cumple, recibía lo más costoso y aburrido: ropa o cosas que necesitaba. ¿Y quién quiere cosas que necesita como regalo de cumpleaños?
Justamente eso era lo que nunca le había podido hacer entender a Claudio, su ex, que desde su cumpleaños número quince siempre le había regalado objetos útiles… ¡para él!: música de rock pesado, entradas para ver un torneo de box de verano, libros de ciencia ficción e, incluso, un paseo en globo (olvidando que ella tenía terror a las alturas). Lo curioso era que, en los tres últimos años de su noviazgo, ante sus continuas quejas, él había optado por hacerle regalos “para el hogar”: un equipo de música, una cafetera, ¡una plancha! Extraños obsequios para alguien que, como él, ni bien se recibió de médico, luego de largas noches de estudio compartidas y de un apoyo incondicional por parte de Ana, decidió que se sentía asfixiado por tanta formalidad y que era hora de “ser libre”.




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jueves, 16 de febrero de 2017

LA TEORÍA DEL BAILE



—Tengo una teoría sobre las mujeres, la cama, y el baile.
—¿Qué te importa cómo bailan? A mí con que cierren los ojos y abran las piernas me basta.
—Escucha a Cárdenas, Rossi... —dijo el otro en tono burlón—. El muchacho nos va a ilustrar con su “teoría”. Y él es todo un experto en mujeres. Por algo sus métodos de conquista aparecen en Internet.
—¿En Internet? —se extrañó Rossi.
—Busca su nombre, y... —comenzó a explicar el editor de Perfiles.
Pero Cárdenas no lo dejó continuar.
—Eso lo escribió una amante despechada —informó.
—Una que no sabía bailar —se burló Rossi.
—Presten atención y aprendan de este pibe —les ordenó Ezequiel, que pese a ser el más joven de la mesa era reconocido por los demás como el de mayor experiencia—. En materia de mujeres puede saberse mucho acerca de su rendimiento en la cama sólo viendo cómo se mueven al bailar. Tomemos a la bella Nanín, por ejemplo... Es obvio: la muchacha es frígida... Se nota a la legua.
—¡Imposible que sepas eso, Cárdenas! A mí me llevó veinte años y un divorcio enterarme de que mi mujer lo era, ¿y tú pretendes saberlo por la forma en que la niña mueve el culo? Y si así fuera..., ésta en particular lo mueve divino.
—No seas estúpido, Rossi. ¡Mírala bien! Claro que sabe la coreografía. De hecho creo que es bailarina profesional.  Pero si la observas, notarás que en ningún momento se abandona al ritmo. ¡Y el pobre fulano con el que está bailando! Podría ser abducido por un OVNI, delante de sus ojos, y ella ni lo notaría, pendiente como está en mostrarse. Baila para la foto, y estoy seguro que, de la misma forma, sólo debe hacer el amor para obtener algo a cambio.
—A mí no me importa por qué una muchacha se mete en mi cama, en tanto no se salga de ella hasta que yo quede satisfecho.
—Tú te conformas con poco, Rossi, pero a mí me gustan las mujeres ardientes. Por desgracia cada vez quedan menos. La mayoría histeriquean hasta en la intimidad. Y ésta no parece ser la excepción.
—Eres muy exigente, Cárdenas... Vamos a ver... Aquí, ¿hay alguna que valga la pena según tu teoría?
—Déjame analizar el panorama... No... En su mayoría son modelos, más preocupadas por el culo de la competencia que por el de un hombre.
—Entonces ninguna de estas bellezas pasa tu prueba.
Ezequiel Cárdenas volvió a perder su mirada restallante en la pista de baile apenas iluminada.
—¡Aquella!... Sí, aquella... Mírenla... Miren como seduce a su compañero. Como mueve las caderas, invitante, abandonada al ritmo. Sí... ¡Esa es una mujer! Sabe exactamente cómo seguir el compás... Cómo entregarse al placer...
—¿Cuál? ¿La del cabello hasta el culo?
—¡Esa!... —asintió Cárdenas—. Esa es una mujer sensual. Una mujer que vale la pena. Una mujer que...
Ezequiel se calló abruptamente, hipnotizado quizás por el vaivén de esas caderas que ahora los tres caballeros miraban sin recato.
—¿”Una mujer que...”, qué?... Termina la frase, Cárdenas... ¡Cárdenas!... ¿Qué hay con esa mujer? ¡Cárdenas! ¿Qué te ocurre?
Pero el tal Rossi tuvo que sacudirlo para que su amigo reaccionara.


(Tomado de: Clara Voghan, ELEGIR AL MENTIROSO)

martes, 24 de enero de 2017

lunes, 16 de enero de 2017

CONFRONTACIÓN







Toda la seguridad adquirida al mirarse al espejo esa mañana Victoria la había perdido al conducir el magnífico auto importado que le asignaran para ir a la empresa, en su primer día de trabajo. Y es que si bien ella manejaba desde los trece, (repartiendo por el pueblo lo que cultivaban en la granja), y siempre lo había hecho con pericia y destreza, los autos que condujera hasta entonces, (el de Cohen incluido), eran del tipo de los que debían domarse a fuerza de pura voluntad. Pero ese bello Mercedes, en cambio, sólo necesitaba un tenue susurro para que toda su potencia rugiera.
Y al parecer ella era incapaz de susurrar.
(Por cierto, ¡los tacones tampoco ayudaban!)
Así que tuvo que resignarse, muy a su pesar, a las barbaridades que gritaban los demás conductores cada vez que cometía un error. Sin embargo peor aún resultó tener que hacer los últimos metros dentro del garaje de la empresa hasta llegar a su estacionamiento, bajo la mirada condescendiente de porteros y empleados que observaban con una sonrisa los frenazos y las aceleradas innecesarias. ¡Mal comienzo!
Cuando llegó a la sala adonde se reunía el directorio las cosas no mejoraron. Había allí al menos diez ancianos, (el único joven era un tal Cardozo), y todos ellos la miraban con suma desconfianza. De inmediato entendió que no iba a ser nada fácil ganarse el favor de semejante audiencia, pero igual lo intentó. 
¡Cómo lo intentó!
Se esforzó por hablar con lentitud y autoridad. Pero para su sorpresa esos señores comenzaron a reaccionar de una forma muy extraña ante sus palabras. No gritaban, (como hubiera esperado). No se oponían… Sólo se sonreían, mirándose encantados unos a otros, como si ella fuera una desnudista en medio de un club sólo para hombres.
¡¿Qué estaba haciendo mal?! Ciertamente podían diferir con su análisis de la situación, pero… ¡Estaba segura de no estar diciendo ninguna tontería! ¿O sí?
Presa de su propia falta de seguridad, Victoria comenzó a tartamudear. Y, peor aún, a medida que los otros se burlaban más abiertamente de ella fue bajando el tono de voz. Y finalmente se calló por completo.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El odio y la impotencia la embargaban. Y es que para alguien tan pendiente de la aprobación de los demás como ella, esas burlas eran casi imposibles de tolerar. Era como la peor de las pesadillas, pero sin la esperanza de un despertar que borrara la memoria de lo ocurrido.
—Señorita Ferrari —dijo al fin en tono condescendiente el que parecía mayor de todos—, lamento que se haya tomado tanto trabajo. Entiendo su entusiasmo y lo apruebo. Se nota que fue usted, como se ufanaba su padre, una alumna brillante… Pero esta no es la facultad. Esta es la vida real. Los datos en que basó su informe… ¡Por Dios! Hace más de cinco años que no tenemos esas ventas. Y tampoco esos son nuestros pasivos. ¡Creo que le han jugado una mala pasada!
Todos comenzaron a reír, divertidos.
Entonces la pobre Victoria se dejó caer sobre su imponente sillón de directora totalmente abrumada. Se sentía pequeñísima sentada en él.
Pero bastó ver a esos idiotas a cierta distancia para que en su cabeza algo hiciera un “clic”.
Recordó la primera asamblea de accionistas a la que había concurrido, muchos años atrás, cuando recién comenzaba a trabajar en el estudio contable. Un fulano la había tratado muy mal, y ella, incapaz de responderle, no había podido evitar las lágrimas. Al terminar la reunión, avergonzada, se había acercado a Cohen dispuesta a renunciar. Pero él…, (¡todavía se estremecía al recordarlo!), él, en vez de gritarle como ella esperaba, le había hablado con suavidad:
 “Nunca muestres tu debilidad”, le había dicho. “Si un cobarde te lastima, trátalo como lo que es: simple basura. Es la única forma en que esos tipos entienden. No les des el gusto de verte fracasar”.
¡Cohen!
Y como si su jefe estuviera ahora allí, sentado junto a ella, Victoria decidió obedecerlo una vez más. Respiró hondo, se calmó, dejó que todos se rieran, y luego les habló en tono firme, (el tono que Cohen le había enseñado):
—Veo que, a pesar de las continuas pérdidas de esta empresa, no han perdido el humor ni las ganas de jugar. Veo que les sobra el tiempo para reír y hacer bromas pesadas. Yo, señores, en cambio, no me voy a limitar a llorar por su estupidez y su ineficiencia. Porque ustedes, perdón que sea tan franca, son todos unos inútiles.
—¡Niña!... Más respeto. Algunos hemos trabajado durante veinte años codo a codo con tu padre—gritó enfurecido uno.
—Y muchos más han conspirado durante ese tiempo en su contra. ¡Por eso estamos como estamos, y ustedes lo saben!
—¿Nos echas la culpa de lo que ha ocurrido en este país?
—Otras empresas sortearon los problemas del país. En cambio esta se hunde… ¡Y ahora me doy cuenta por qué! Demasiadas risas…  Pero he venido para cortar cabezas, empezando por la del idiota que me entregó estos datos.
—Fue una broma —trató de contemporizar uno.
—Y la entiendo. Y pienso reírme. Mañana, cuando el responsable de hacerme perder el tiempo a mí y a los demás esté afuera de la empresa.
—No puedes hacer eso.
Victoria se limitó a sonreír, confiada. Por dentro temblaba, pero como Cohen le había enseñado no se dejó intimidar.
—Don Antonio lleva más de veinte años en esta empresa y no puedes… —comenzó a decir Cardozo con magnanimidad.
Pero su compinche se espantó.
—¿Qué dices, Cardozo? El informe lleva mi nombre, pero lo has hecho tú..., ¿recuerdas?
—¿Y acaso es común que usted ponga su rúbrica en cosa ajenas? —inquirió Victoria con ironía.
Se produjo un breve encontronazo entre los dos antiguos amigos, pero su nueva jefa no los dejó continuar.
—Señores —dijo con autoridad pero en un tono calculadamente bajo–. No voy a discutir. Mi tiempo vale demasiado. Esta mañana fue muy productiva. Gracias a ella tengo la certeza de que no puedo confiar en ninguno de ustedes.
—¡Los demás no hemos…!—comenzó a defenderse uno.
—Los demás no han hecho nada para evitar esta vergüenza. Se suponía que en ustedes debía apoyarme. La falla de uno es la de todos. Y “los demás”, los que no participaron, ni siquiera se escandalizaron por el tiempo perdido. Pero no importa. Como decía, esta fue una mañana que sirvió para que me hablaran de sus lealtades… ¡Y pienso tenerlo muy en cuenta!
Victoria se puso de pie, y todos esos hombres también lo hicieron, obedientes.
—Señores, no perdamos más tiempo. Para mañana por la tarde quiero que cada uno de ustedes me den un informe similar al que acaban de escuchar, pero basado en los datos que particularmente manejan. Luego voy a corroborarlos con mi gente, así que no intenten ser “creativos”. En cuanto a usted, Don Antonio… En consideración a su edad, a partir de mañana deberá mudarse a las oficinas de Lomas de Zamora.
—Pero allí no hay nada —se espantó el viejo.
—¿Cómo que nada? A partir de mañana allí va a estar a usted. ¡Lo quiero lejos de toda información! ¿Le queda claro?
Don Antonio no se atrevió a contestar.
—Pero dado que el señor Cardozo es bastante menor, me siento en libertad como para permitirle encontrar diversión en otro sitio.
—¿Adónde piensas enviarme?
—A la calle.
—Mi desvinculación va a costarte una fortuna.
—Las industrias Ferrari están casi en quiebra. Yo no. Así que puedo darme el pequeño lujo de invertir en buenos abogados. Adiós, señor Cardozo. No ha sido ningún placer el conocerlo… En cuanto a los demás, los espero mañana, siete de la tarde, con los informes concluidos… ¡Y basta de tonterías, por favor!
Y recién entonces Victoria se permitió la satisfacción de salir de aquel maldito lugar pisando muy fuerte con sus tacones altísimos.
¡Para eso era una mujer!


(Tomado de: Pequeños Pecados , Libro 1, cap. 4)