martes, 24 de enero de 2017
lunes, 16 de enero de 2017
CONFRONTACIÓN
Toda la seguridad
adquirida al mirarse al espejo esa mañana Victoria la había perdido al conducir
el magnífico auto importado que le asignaran para ir a la empresa, en su primer
día de trabajo. Y es que si bien ella manejaba desde los trece, (repartiendo
por el pueblo lo que cultivaban en la granja), y siempre lo había hecho con
pericia y destreza, los autos que condujera hasta entonces, (el de Cohen
incluido), eran del tipo de los que debían domarse a fuerza de pura voluntad.
Pero ese bello Mercedes, en cambio, sólo necesitaba un tenue susurro para que
toda su potencia rugiera.
Y al parecer ella
era incapaz de susurrar.
(Por cierto, ¡los
tacones tampoco ayudaban!)
Así que tuvo que
resignarse, muy a su pesar, a las barbaridades que gritaban los demás
conductores cada vez que cometía un error. Sin embargo peor aún resultó tener
que hacer los últimos metros dentro del garaje de la empresa hasta llegar a su
estacionamiento, bajo la mirada condescendiente de porteros y empleados que
observaban con una sonrisa los frenazos y las aceleradas innecesarias. ¡Mal
comienzo!
Cuando llegó a la
sala adonde se reunía el directorio las cosas no mejoraron. Había allí al menos
diez ancianos, (el único joven era un tal Cardozo), y todos ellos la miraban
con suma desconfianza. De inmediato entendió que no iba a ser nada fácil
ganarse el favor de semejante audiencia, pero igual lo intentó.
¡Cómo lo intentó!
Se esforzó por
hablar con lentitud y autoridad. Pero para su sorpresa esos señores comenzaron
a reaccionar de una forma muy extraña ante sus palabras. No gritaban, (como
hubiera esperado). No se oponían… Sólo se sonreían, mirándose encantados unos a
otros, como si ella fuera una desnudista en medio de un club sólo para hombres.
¡¿Qué estaba
haciendo mal?! Ciertamente podían diferir con su análisis de la situación,
pero… ¡Estaba segura de no estar diciendo ninguna tontería! ¿O sí?
Presa de su
propia falta de seguridad, Victoria comenzó a tartamudear. Y, peor aún, a
medida que los otros se burlaban más abiertamente de ella fue bajando el tono
de voz. Y finalmente se calló por completo.
Sintió que los
ojos se le llenaban de lágrimas. El odio y la impotencia la embargaban. Y es
que para alguien tan pendiente de la aprobación de los demás como ella, esas
burlas eran casi imposibles de tolerar. Era como la peor de las pesadillas,
pero sin la esperanza de un despertar que borrara la memoria de lo ocurrido.
—Señorita Ferrari
—dijo al fin en tono condescendiente el que parecía mayor de todos—, lamento
que se haya tomado tanto trabajo. Entiendo su entusiasmo y lo apruebo. Se nota
que fue usted, como se ufanaba su padre, una alumna brillante… Pero esta no es
la facultad. Esta es la vida real. Los datos en que basó su informe… ¡Por Dios!
Hace más de cinco años que no tenemos esas ventas. Y tampoco esos son nuestros
pasivos. ¡Creo que le han jugado una mala pasada!
Todos comenzaron
a reír, divertidos.
Entonces la pobre
Victoria se dejó caer sobre su imponente sillón de directora totalmente
abrumada. Se sentía pequeñísima sentada en él.
Pero bastó ver a
esos idiotas a cierta distancia para que en su cabeza algo hiciera un “clic”.
Recordó la
primera asamblea de accionistas a la que había concurrido, muchos años atrás,
cuando recién comenzaba a trabajar en el estudio contable. Un fulano la había
tratado muy mal, y ella, incapaz de responderle, no había podido evitar las
lágrimas. Al terminar la reunión, avergonzada, se había acercado a Cohen
dispuesta a renunciar. Pero él…, (¡todavía se estremecía al recordarlo!), él,
en vez de gritarle como ella esperaba, le había hablado con suavidad:
“Nunca muestres tu debilidad”, le había dicho.
“Si un cobarde te lastima, trátalo como lo que es: simple basura. Es la única
forma en que esos tipos entienden. No les des el gusto de verte fracasar”.
¡Cohen!
Y como si su jefe
estuviera ahora allí, sentado junto a ella, Victoria decidió obedecerlo una vez
más. Respiró hondo, se calmó, dejó que todos se rieran, y luego les habló en
tono firme, (el tono que Cohen le había enseñado):
—Veo que, a pesar
de las continuas pérdidas de esta empresa, no han perdido el humor ni las ganas
de jugar. Veo que les sobra el tiempo para reír y hacer bromas pesadas. Yo,
señores, en cambio, no me voy a limitar a llorar por su estupidez y su
ineficiencia. Porque ustedes, perdón que sea tan franca, son todos unos
inútiles.
—¡Niña!... Más
respeto. Algunos hemos trabajado durante veinte años codo a codo con tu
padre—gritó enfurecido uno.
—Y muchos más han
conspirado durante ese tiempo en su contra. ¡Por eso estamos como estamos, y
ustedes lo saben!
—¿Nos echas la
culpa de lo que ha ocurrido en este país?
—Otras empresas
sortearon los problemas del país. En cambio esta se hunde… ¡Y ahora me doy
cuenta por qué! Demasiadas risas… Pero
he venido para cortar cabezas, empezando por la del idiota que me entregó estos
datos.
—Fue una broma —trató
de contemporizar uno.
—Y la entiendo. Y
pienso reírme. Mañana, cuando el responsable de hacerme perder el tiempo a mí y
a los demás esté afuera de la empresa.
—No puedes hacer
eso.
Victoria se
limitó a sonreír, confiada. Por dentro temblaba, pero como Cohen le había
enseñado no se dejó intimidar.
—Don Antonio
lleva más de veinte años en esta empresa y no puedes… —comenzó a decir Cardozo
con magnanimidad.
Pero su compinche
se espantó.
—¿Qué dices,
Cardozo? El informe lleva mi nombre, pero lo has hecho tú..., ¿recuerdas?
—¿Y acaso es
común que usted ponga su rúbrica en cosa ajenas? —inquirió Victoria con ironía.
Se produjo un
breve encontronazo entre los dos antiguos amigos, pero su nueva jefa no los
dejó continuar.
—Señores —dijo
con autoridad pero en un tono calculadamente bajo–. No voy a discutir. Mi
tiempo vale demasiado. Esta mañana fue muy productiva. Gracias a ella tengo la
certeza de que no puedo confiar en ninguno de ustedes.
—¡Los demás no
hemos…!—comenzó a defenderse uno.
—Los demás no han
hecho nada para evitar esta vergüenza. Se suponía que en ustedes debía
apoyarme. La falla de uno es la de todos. Y “los demás”, los que no
participaron, ni siquiera se escandalizaron por el tiempo perdido. Pero no
importa. Como decía, esta fue una mañana que sirvió para que me hablaran de sus
lealtades… ¡Y pienso tenerlo muy en cuenta!
Victoria se puso
de pie, y todos esos hombres también lo hicieron, obedientes.
—Señores, no
perdamos más tiempo. Para mañana por la tarde quiero que cada uno de ustedes me
den un informe similar al que acaban de escuchar, pero basado en los datos que
particularmente manejan. Luego voy a corroborarlos con mi gente, así que no
intenten ser “creativos”. En cuanto a usted, Don Antonio… En consideración a su
edad, a partir de mañana deberá mudarse a las oficinas de Lomas de Zamora.
—Pero allí no hay
nada —se espantó el viejo.
—¿Cómo que nada?
A partir de mañana allí va a estar a usted. ¡Lo quiero lejos de toda
información! ¿Le queda claro?
Don Antonio no se
atrevió a contestar.
—Pero dado que el
señor Cardozo es bastante menor, me siento en libertad como para permitirle
encontrar diversión en otro sitio.
—¿Adónde piensas
enviarme?
—A la calle.
—Mi
desvinculación va a costarte una fortuna.
—Las industrias
Ferrari están casi en quiebra. Yo no. Así que puedo darme el pequeño lujo de
invertir en buenos abogados. Adiós, señor Cardozo. No ha sido ningún placer el
conocerlo… En cuanto a los demás, los espero mañana, siete de la tarde, con los
informes concluidos… ¡Y basta de tonterías, por favor!
Y recién entonces
Victoria se permitió la satisfacción de salir de aquel maldito lugar pisando
muy fuerte con sus tacones altísimos.
¡Para eso era una
mujer!
(Tomado
de:
Pequeños Pecados , Libro
1, cap. 4)
jueves, 12 de enero de 2017
REUNIÓN DE FAMILIA
—Son las doce y
media y la están aguardando en el estudio.
Mansamente la
muchacha se dejó guiar, aprovechando para contemplar esa casa que ahora era la
suya. Todo era hermoso y estaba decorado con gusto y elegancia. Pero había algo
raro en el lugar. Algo que no resultaba del todo natural… ¿Qué era?
Victoria tardó unos
minutos en darse cuenta: los pasillos iluminados, cada uno de esos ambientes espaciosos parecían sacados de
la foto de una revista. Costaba pensar que alguien vivía allí. No había
retratos familiares, sillas fuera de su sitio, o vasos abandonados en un
descuido. Todo era prolijo y aséptico. Una casa deseada por todos pero que no
le pertenecía a nadie.
Tras caminar unos
minutos y bajar una escalera imponente la tal Berta se detuvo y dio un paso al
costado. Ahora era ella, Victoria, la que se enfrentaba a su futuro y… ¿a su
familia?
Pero bastó entrar
para que se decepcionara. Al menos en parte. Había esperado encontrarse a sí
misma en la figura de sus hermanas. Por el contrario, las otras tres mujeres en
la sala, además de sus tías, no tenían para nada aquel “aire de familia” que
ella había visto en el espejo de la pensión. Eran parecidas entre sí, pero muy
distintas a ella. Si hubiera tenido que definirlas con un mote común las
hubiera llamado “las mujeres de pechos grandes”. Porque lo que más resaltaba de
su anatomía eran esos pechos voluminosos y extrañamente erguidos que las tres
mostraban con generosidad. Sus ojos eran marrones. Pero lo más curioso
resultaba su apariencia: nariz chata, y labios hinchados como si acabaran de
recibir un golpe. ¡Esos labios no podían ser reales!
Las mujeres, por
su parte, la observaron con descaro y sin ocultar sus aires de superioridad. La
mayor, (seguramente la segunda esposa de su padre), era exactamente igual a una
actriz de la televisión que animaba un programa de concursos telefónicos. Como
ella, su edad era indefinida y su cabello largo, de un rubio platinado que
hacía mal a la vista. La que le seguía, de unos veinte años, (¿Vanina, la amiga
de Fer?), estaba vestida con glamour y belleza. Era despampanante y tenía la
seguridad propia de quien se sabe hermosa. La más pequeña, por el contrario, de
un poco más de quince, tenía la vista fija en el piso y una mirada lánguida que
la emocionó. La pobre niña no parecía ser feliz.
Más allá, en el
fondo de la sala amplia, apoyado en una ventana, estaba “Ojos dulces”, el
muchacho que había conocido unas horas antes. Victoria intentó saludarlo, pero
él parecía inmerso en sus propios pensamientos, así que desistió.
Un hombre mayor
de mirada bondadosa surgió de la nada y se aproximó a ella.
—Soy el doctor
Amadeo Rolón, abogado y amigo de tu padre. Y en su nombre quisiera darte la
bienvenida a esta familia y…
No pudo
continuar. La mujer de pelo platinado se apuró a interrumpirlo:
—Sí, sí… ¡Muy
conmovedor! Pero estamos aquí por negocios… —Y dicho esto se dirigió
directamente a Victoria—: Yo soy Mercedes, la esposa de tu padre.
—La segunda
esposa —acotó la tía Roberta, mientras acomodaba con coquetería su ridículo
cabello oscuro.
—La esposa que lo
soportó por más de veinte años —se defendió con furia la otra, y volvió a
encarar a su hijastra—: Mira, no sé cuánto sabes tú del asunto… O cuanto te
habrán contado tus queridas tías Cora y Roberta. Pero los bienes de tu padre no
eran tantos. El principal, la fábrica de “Calzados deportivos Ferrari”, estaba
casi en quiebra. Afortunadamente el señor Roberto Loria nos ha hecho una oferta
por ella más que generosa. Una oferta que hemos aceptado. La venta es un hecho
y espero que…
—¡Eso lo veremos!
—intervino Cora, la más canosa de las hermanas Ferrari.
—No hay mucho que
ver. Tú y tu hermana tienen el diez por ciento de la empresa. El resto se
reparte entre mis hijas, yo, y…
La mujer miró a
Victoria con desprecio y algo de asco, y luego continuó: —esta nueva hija —dijo
al fin. Y dirigiéndose nuevamente a sus cuñadas, gritó—: ¡La venta no se
discute!
—No es así
—terció el doctor Rolón.
—Yo soy la
esposa. Por ley me corresponde la mitad de…
Pero Rolón no la
dejó terminar: —De nada —dijo.
El muchacho de
los ojos dulces, que contemplaba la escena desde el otro lado de la sala,
agachó la cabeza y desvió la mirada. Era como si fuera culpable de algo de lo
que allí se trataba. Victoria, que se sentía una simple espectadora en esa
lucha de intereses, lo había estado observando desde su llegada. Y es que había
algo en él que la conmovía.
—¡Cómo que nada!
—aulló la tal Mercedes al escuchar las palabras del abogado. Y semejante grito
hizo regresar a Victoria a la realidad.
—Cálmate, por
favor. No hagas otra de tus escenas —la reconvino el abogado.
Pero la mujer seguía
bramando, así que fue Cora, la más brava de las Ferrari, la que se impuso:
—Razona, por favor. En el setenta y ocho nuestro hermano nos cedió a Roberta y
a mí el diez por ciento de “Calzados deportivos Ferrari”. El resto lo puso a
nombre de Margarita.
—¿Quién es
Margarita? —preguntó con inocencia Victoria, que ya estaba mareada con tantos
nombres.
—Tu madre
—respondió la tía Roberta como si tal cosa, y todos siguieron discutiendo.
Victoria, por el
contrario, se estremeció. Ya no podía escuchar más.
¡Su madre! Su
verdadera madre. Margarita.
Y se dejó acariciar por aquel nombre
dulce.
—¿Tienen alguna
foto de ella? —preguntó emocionada.
Nadie le
respondió. Indiferentes, continuaban peleando. Pero la voz estridente de
Mercedes se impuso sobre las demás:
—¿Entonces yo que
tengo? —aulló.
—Deja que te
explique —insistió Rolón—. Al ser el
noventa por ciento de la fábrica un bien propio de Margarita, tras su muerte
Victoria heredó automáticamente el cuarenta y cinco por ciento del capital
total. Ahora, con la desaparición de Aldo, el restante cuarenta y cinco por
ciento deberá dividirse a partes iguales entre Vanina, Esmeralda, Victoria y
tú. Por lo tanto la decisión de la venta sólo puede ser tomada por tu hijastra,
que tiene ahora la mayoría accionaria.
—Y entonces,
¿cuánto me toca a mí de los dos millones? —preguntó espantada Vanina.
—No están más los
dos millones, estúpida— le aclaró su hermana menor, que hasta entonces se había
mantenido con la vista fija en el piso y un aire ausente—. Ahora todo es de
ella —dijo, señalándola a Victoria.
—¡Esto es
inaudito! —bramó Mercedes—. ¿Cómo se
supone que vamos a sobrevivir?... ¿Con qué vamos a mantener esta casa?
—Bueno, querida,
lamento decirte que ese tampoco será problema tuyo —dijo Rolón, sin poder esta
vez ocultar la satisfacción que sentía—. Esta casa, los campos de Mendoza, la
casona de Punta del Este, los cuadros… Todo eso es herencia de los Carreras.
—¿Quiénes son los
Carreras? —volvió a preguntar Victoria. Pero otra vez nadie le respondió.
—¿Pero hay alguna
puta cosa en esta herencia que fuera del inútil de mi marido?
—¡Por supuesto!
El auto, el velero y la amarra son bienes gananciales, es decir: del
matrimonio. La mitad de ellos son tuyos. El resto de los bienes son legados de
la familia Carreras a tu esposo, dados con la expresa condición de que fueran
entregados a su nieta cuando apareciera. Si Aldo fallecía y no se podía
encontrar a Victoria todo pasaba al Hospital de Niños. Y, lamento decirte, tu tiempo se estaba
agotando. Ya faltaban sólo dos meses para que tuvieras que entregar esta casa y
las demás propiedades. Desde ese punto de vista la llegada de tu hijastra ha
sido una bendición para ti.
—¿La casa tampoco
es nuestra? —decodificó Vanina, buscando confirmación en “Ojos dulces”: —¿Es
cierto eso?
El muchacho no
respondió.
—Entonces
nosotras sólo retenemos el… ¿cuánto?... ¿Un miserable treinta y seis por ciento
de la fábrica?
—¡No cuentes mi
parte como si fuera tuya! —increpó a su madre Esmeralda, la más pequeña de las
Ferrari—. No sueñes con poner tus garras en mi “once con veinticinco por
ciento”. Yo me ocuparé de él cuando sea mayor de edad.
“¡Rápida para las
cuentas!”, pensó Victoria. “Ésta es de las mías”, se dijo. Y sonrió.
Había llegado la
hora de intervenir.
—Yo… —comenzó.
Pero su tía Cora
no la dejó terminar: —Tú tienes la obligación de salvar a la fábrica de la
quiebra. Es nuestra única fuente de ingresos y tú tienes que…
—¿Yo?—se defendió
Victoria—. Yo no estoy capacitada como para…
—¡Tonterías!—la
volvió a interrumpir la dama—. Tu padre dijo que eras brillante. ¿Y acaso no
sacaste medalla de oro en tu promoción?
Victoria sonrió
por la inocencia de su tía.
—Se necesita más
que eso para ser una buena empresaria —le dijo.
—¡Es tu
obligación!... ¡Es el legado de tu padre! —se desesperó la tía Roberta.
—Era el sueño de
tu padre… —agregó Cora con voz serena—. Y gracias a ese sueño pudo morir en
paz.
Victoria la miró
con recelo. Sabía que la estaba manipulando. Pero sus palabras no dejaban de
tener por eso algo de verdad.
—Puedo
intentarlo… —concedió al fin. Pero no la dejaron terminar. Ya las “hermanitas
Ferrari” y el buen Rolón estaban festejando.
Victoria los
observó en silencio. ¡Finalmente quedaban claros los motivos de “sus dulces
tías” para buscarla con tanto empeño!
(Tomado de
Pequeños Pecados, Libro I, c. 2)
martes, 3 de enero de 2017
CITA A CIEGAS
—No quiero más citas
a ciegas. Creí que eso ya había quedado claro.
—Claudio y su amigo
son especiales.
—Mejor me voy —dijo
la otra, impiadosa.
Pero bastó darse
vuelta para quedar atrapada por una pared de grasa.
—Hola Greta... ¿Esta
es tu amiga?
—Sí.
—¡No! —bramó Paula—.
Su ex-amiga.
Pero luego de más de
diez horas de trabajo en lo de Cárdenas, la muchacha ya estaba demasiado
cansada como para oponerse a su triste destino... En realidad ya estaba
demasiado cansada como para cualquier cosa. De lunes a jueves la absorbían sus
tareas de periodista, las compras, y la cocina. Pero los viernes tenía que
ponerse al día con los más de cuatrocientos metros cuadrados del piso de su
jefe. Y si bien era cierto que casi el ochenta por ciento de la superficie no
se usaba durante la semana, y que la ventilación forzada impedía la acumulación
del polvo, Paula sentía que la tarea comenzaba a desbordarla. Cárdenas
colaboraba, por supuesto... Pero eso era todavía peor. Porque sentirlo trajinar
alrededor suyo la hacía extrañar a Bru hasta el delirio. Tenía nostalgias de la
deliciosa intimidad que habían compartido durante más de cinco años. Las horas
en que se mezclaban el trabajo, la casa, el juego y la sensualidad, en una
perfecta armonía... Sí, extrañaba tanto
a su marido, que últimamente no dejaba de soñar con él. Y como cuando él vivía,
no era raro que se despertara mojada por tanta excitación y deseo...
Claro que después
tenía que ir a casa de Cárdenas, y...
Sí... Compartir con
su jefe lo cotidiano la estaba haciendo enloquecer.
—¡Niños!...
¡Niños!... No se peleen. Hay suficiente Greta para los dos.
La voz de su amiga
sacó a Paula de su ensoñación. Como ocurría siempre, los idiotas de turno
estaban peleando por ver cuál de ellos se quedaba con el premio mayor. ¿Se
sentiría Olivia Vieytes, en casa de Cárdenas, como ella ahora? De ser así, era
bastante comprensible su enojo. Convertirse en el premio consuelo no era bueno
para el ego de nadie.
Al fin la situación
se aclaró entre esos dos pelmazos, y, por supuesto, a ella le tocó el más bajo,
con la pelada incipiente. Claro que Paula no era del tipo de mujer a la cual le
importara demasiado el aspecto de un hombre. Faltándole a ella misma unos pocos
años para los treinta, ya se había acostumbrado a ver cabezas ralas y abdómenes
prominentes en sus compañeros eventuales. Tampoco se asustaba por una nariz con
personalidad propia, lentes gruesos u
orejas como parabólicas, porque para ella, bien mirado, todo hombre tenía su
gracia y su encanto. Pero quizás por haberle dedicado tanto tiempo al deporte,
no había nada que la atrajera más del sexo opuesto que una musculatura bien
formada. Un cuerpo esculpido era, a sus ojos, signo de virilidad y carácter.
Así que por culpa de semejante prejuicio, el espécimen que tenía enfrente, de
contextura y peso regular, pero completamente fofo y con grasa hasta en el
cerebro, le parecía muy poco estimulante.
—Perfiles de
P.V.C... ¿Sabes lo que es eso?
—Algo que se usa
para la construcción, ¿no?... Puertas, ventanas...
—Pero de P.V.C... El
milagro de la ciencia moderna. ¡Son maravillosos! Livianos, inalterables... ¡Y
salen al mejor precio! Ayer mismo...
Paula suspiró. ¡A
ese fulano realmente le entusiasmaba su oficio! Y más insistía él en alabar los
malditos perfiles, más se espantaba la muchacha al ver el suyo, mullido y
acolchonado. Una y otra vez volvía a su memoria la famosa prosa de Juan Ramón
Jiménez: “Platero es un burro blando, peludo y suave...”.
Se enojó consigo misma. ¿Podía ser
tan hueca como para juzgar al pobre tipo sólo por sus defectos físicos?
Decidió darle otra
oportunidad.
—Y además de vender
perfiles, ¿qué otra cosa te gusta?
—Los autos. Sigo
todas las competencias de turismo carretera.
—Ah... Sí, son
divertidas. Varias veces acompañé a mi marido a ver alguna.
—¿Eres
divorciada?... ¡¿No tendrás hijos, no?!
—Soy viuda. Y no, no
tengo hijos. ¿Te molestan los niños?
—Las mujeres con
hijos son siempre un fastidio. Hay que hacer las cosas en tiempo record, antes
de que se vaya la niñera.
—“Hacer las
cosas”... ¿A qué te refieres?
—Tú sabes... Sexo.
Bueno, al menos el
tipo era sincero. Aunque tenía que acordar con Cárdenas que tanta franqueza
resultaba un tanto insultante.
—Así que no te gusta
la idea de hacerte cargo de hijos ajenos, si la relación termina derivando en
algo serio.
—¡Guau, guau, guau,
muchachita! ¡Stop! Pon el freno de mano. No soy del tipo “relaciones serias”.
Soy demasiado joven, y tengo todavía mucho por vivir.
—Entonces vamos mal,
porque yo soy del tipo “únicamente en serio”.
—¡Puta que lo
parió!... Me lo imaginé ni bien te vi... ¡Qué mierda!
—Lo lamento... Pero
si quieres irte, no me ofendo... —sugirió, ilusionada.
—No, está bien...
Además, a esta hora ya no puedo ligar a otra.
—¿Cuántos años
tienes, Claudio?
—Veintiocho.
—¡Vamos!
—¿Quieres que te
muestre el documento?
—Sí.
El tipo la observó con
encono.
—Está bien. Tengo
treinta y tres.
—¿Vives por aquí?
—Tengo una casa
inmensa en Adrogué.
—Ah... Todavía vives
con tus padres.
—¡¿De dónde sacaste
eso?!
—Se nota a la legua
que eres soltero. Vendiendo perfiles no puedes ganar tanto, y aun cuando hubieras
heredado la casa, de estar allí sin compañía, te hubieras deshecho de ella de
inmediato. Una propiedad grande conlleva demasiado esfuerzo, y no pareces del
tipo que esté interesado en hacerlo.
—¿Qué eres?
¿Investigador privado?
—Aspirante a periodista.
—Es cierto, vivo con
mis padres —confesó de mal modo—, pero sólo lo hago por estrategia.
—¿Estrategia?
—No me falta nada, y
como mi cuarto está arriba de la cochera, separado del resto de la casa, tengo
absoluta privacidad. ¿Para qué necesito más?
A Paula se le
ocurrían un millón de respuestas a esa pregunta, pero calló.
—Y gracias a que no
gasto en vivienda —continuó aquel galán, inmune a la cara de aburrimiento de su
compañera—, pude comprar el “botecito” que tengo en la puerta.
—Buen auto. Debe
costar como cien mil pesos, ¿no?
—¡Ciento treinta y
siete mil, barato, barato!... Hipotequé hasta el alma, pero vale la pena.
“De seguro tu alma
no debe valer mucho más”, reflexionó Paula, amargada. Pero de inmediato se
arrepintió de haber pensado tamaña barbaridad.
Volvió a observar al
muchacho. Finalmente había dado con la sinceridad que buscaba en un hombre,
pero, por desgracia, en el peor de los envases.
—Dime, Claudio... No
pude evitar darme cuenta que, al llegar, pelearon con tu amigo por Greta... Sé
que habitualmente no se preguntan estas cosas, pero... Alguien me hizo un
comentario, y tengo curiosidad... Y como es muy probable que tú y yo no
volvamos a vernos nunca más...
—¿Qué quieres saber?
—¿Te parezco linda?
—Normal... Como
todas.
—Greta te gusta más.
—¡No puedes
compararte! Ella “sí” tiene tetas. ¡Y un culo!... Y su cara tampoco es fea.
—¡¿Tampoco es fea?!
Greta es una de las mujeres más hermosas que conozco. Pocas veces vi ojos más
bellos...
Por un brevísimo
instante Paula pudo sentir la caricia de la mirada de Cárdenas, pero de
inmediato su compañero la volvió a la realidad.
—¿Eres gay?
—¿Qué?
—Si eres
tortillera... ¡Si estás enamorada de Greta!
—¡No!... Pero puedo
juzgar la belleza de la gente, ¿no te parece?.. A ver, en una escala del uno al
diez, físicamente, ¿con cuánto te calificarías tú?
—No sé... Supongo
que ocho, o nueve.
—¡Ocho, o nueve!
—replicó ella, divertida.
—¡No seas bruja!
¿Quieres vengarte de mí porque dije que me gustaba tu amiga?
—¡No!... Pero,
seamos sinceros, Claudio... Si alguien como Guido Méndez es un diez...
—¿Guido Méndez? ¿El
periodista de “Rompiendo las Pelotas”?
—Sí... Él.
—¡No seas inocente!
Ese tipo no existe. Los de la televisión no son hombres reales.
—Pues este lo es, y
mucho. Trabajo junto a él todos los días, y visto de cerca es todavía mejor que
en la pantalla.
—¿Trabajas con él?
—Sí... Y, de verdad,
no comprendo qué ocurre con ustedes los hombres. Es cierto que cada uno puede
tener gustos distintos... Pero es bastante raro pensar que yo pueda gustarle
tanto a un tipo de diez, como Guido, que insiste cada vez que lo rechazo,
mientras que tú...
—¡Guau, guau, guau!
¡Stop! ¿Crees que soy pelotudo? ¡Guido Méndez está totalmente fuera de tu
alcance!
—Y eso me lo dice un
tipo que, del uno al diez, ni siquiera califica —murmuró la niña para sí.
Pero su galán la
escuchó.
—No seas perra. Por
supuesto que califico. ¡Y Guido Méndez nunca se fijaría en ti!
—¡Vaya!
Para Paula eso ya
era una cuestión de orgullo, así que se dirigió directamente a su amiga.
—Greta... ¿A qué
tipo rechacé últimamente?
—A Ezequiel
Cárdenas. Pero eso no es nada para lucirse. Ya te dije que estás loca.
—¡¿A Ezequiel
Cárdenas?! —se maravillaron ambos hombre al unísono.
Por el contrario,
Paula se enojó.
—¡Cárdenas nunca me
invitó a salir!
—Pero te dijo que le
gustaba tu culo.
—¡Greta! —se espantó
Paula, y de inmediato la reconvino en voz baja —Eso te lo conté sólo a ti.
—Igual eres una
tonta.
—Pero yo me refería
al tipo que rechacé tres veces.
—Ah... Guido Méndez.
—¡¿Guido Méndez?!
—volvieron a exclamar los varones, mientras comenzaban a observar a Paula y su
culo de forma impúdica.
—No me extraña —se
apuró a decir Agustín, el compañero de Greta, con tono baboso—. Eres
espectacular.
—Igual que como era
cuando entré aquí —reflexionó la muchacha, sin coquetería.
Ah... Ahora podía
entender. Ya fuera “Diez, la mujer perfecta”, o “Cero, la novia de Chucky”,
bastaba que un famoso posara su vista en ella, para trepar al tope del ranking.
¡Con que así eran las cosas!
—¿Cómo dijiste que
te llamabas? —insistió el tipo.
—No te gastes. Si
rechacé a Guido, tú no tienes oportunidad.
—¡Has visto! ¡Es una
bruja! —se quejó Claudio con su amigo— Y así fue toda la noche.
Agustín perdió de
inmediato todo interés en ella, mientras que Paula renovó las atenciones para
con su pareja.
—Déjame entender
esto, Claudio, porque es muy importante para mí... Tienes treinta y tres años.
Tus músculos se caen tanto como tu cabello. Tu auto de más de cien mil pesos,
único capital que posees, se ha depreciado un cincuenta por ciento sólo por
sacarlo de la agencia. Tu vida se limita a los perfiles de P.V.C, y, sólo de
tanto en tanto, a las competencias de turismo de carretera... Y así y todo, no
sólo no buscas con desesperación atrapar a una mujer antes de que las cosas
empeoren, sino que te das el lujo de rechazar a las que tienen hijos, o a las
que, como yo, son apenas “normales” para ti...
—Que puta, perra,
bruja mal cogida que eres...
—Eso…, o quizás soy
tu última oportunidad para recapacitar, y comenzar a vivir de verdad tu vida...
—¡Mujeres sobran,
estúpida! ¡Ahora, y siempre!... Claro que es inevitable encontrar de tanto en
tanto una puta como tú, capaz de rechazar a tipos como Guido Méndez o como yo.
Pero, ¿quieres que te diga algo?: ¡no eres tan gran cosa!... ¡Y ya me hartaste!
Aquel hombre pequeño
se puso de pie ruidosamente, embravecido.
—Por mí te puedes ir
a la mierda, la puta que te parió. Lo último que me faltaba para amargarme la
noche era una bruja como tú —Y mirando a su amigo, agregó— ¿Vamos, Agustín?
—Yo... Yo me quedo.
—¡Tú no te quedas
nada!
Greta lo observaba,
confundida. Y su gesto de desconcierto bastó para enardecer aún más a Claudio,
que le habló directamente.
—Y tú, pelotudita...
Agustín es el marido de mi prima. Está casado, ¿entiendes?... ¡Te convenía
quedarte conmigo, estúpida!
El tal Claudio tomó
a su pariente por los hombros y lo arrastró hacia la salida.
(Tomado de “Elegir al mentiroso”)
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lunes, 2 de enero de 2017
¡¡¡ M E N T I R A !!!
¡Guido Méndez!
¿Qué hacía Guido Méndez en casa de
Cárdenas, a una hora en la cual su jefe nunca solía estar? ¿Qué cosa se le
habría perdido a semejante galán por allí?
Desde el gimnasio, Paula tardó cinco
segundos en activar el portero eléctrico que le permitía comunicarse cara a
cara con su visita, (a pesar de estar separados por muchos pisos de distancia). Pero le bastaron apenas tres, para efectuar todo tipo de conjeturas respecto a
la inesperada presencia del bello conductor televisivo en la casa.
Imposible que Méndez ignorara la
ausencia de Cárdenas, ya que era obligación de la vigilancia informárselo. Y si lo que traía
era un paquete, por más confidencial que fuera, por cuestiones de seguridad
interna del edificio necesariamente lo retenían en la portería. ¿Para qué subir
entonces? A menos que...
¡No! Era una locura. Resultaba
imposible que un tipo como Guido Méndez se interesara en ella. Esas cosas no
ocurrían en la vida real, (y mucho menos en la suya, que más se asimilaba a una
tragedia que a una novela romántica)
—Buenos días, señor Guido —recitó la
muchacha ante la cámara, con la mejor de sus sonrisas—. El señor Cárdenas no
está.
—Llegué hasta aquí sin darme cuenta
de que era tan tarde, y cuando miré el reloj ya había tocado el timbre —se
excusó él.
Mentira uno. Eso era imposible.
—¿Quiere que llame al señor Cárdenas
a su móvil, para avisarle que usted está aquí? —se ofreció la muchacha con
fingida inocencia.
—¡No! —se espantó aquel galán que
ahora parecía un tanto confundido—. A él no le gusta que lo molesten por
tonterías.
Mentira dos. A Cárdenas le encantaba
tener el control de todo. Incluso de las tonterías.
Por un segundo Paula y su visita se
miraron en silencio a través del monitor.
—¿Puedo ayudarlo de alguna forma?
—Bueno... —comenzó a decir su galán,
con una de esas sonrisas encantadoras que usaba en la tele—, ya que estoy aquí,
y para que el viaje no sea tan inútil, podrías invitarme con uno de esos
deliciosos cafés que tú preparas. Todavía no desayuné.
Paula le devolvió una sonrisa tan
falsa como la de la locutora del noticiero de la madrugada.
La pobre muchacha tenía un problema
cuando se trataba de hombres: solía pensar mucho más rápido que la mayoría de
ellos. Así que en el rato que le llevaba al galán de turno elaborar su táctica
de conquista, ella, tan veloz como desconfiada, ya había confeccionado un
sinnúmero de teorías acerca de las verdaderas intenciones del tipo que tenía
enfrente. Y Guido, a pesar de ser mucho más buen mozo que los demás, no era una
excepción en cuanto a su torpeza.
—Con todo gusto le serviré su café,
señor Méndez. Pero deberá tomarlo solo, porque yo estoy preparando un informe
para el señor Cárdenas, y quedé que iba a enviárselo en veinte minutos.
Mentira uno.
—¿Un informe? ¿Le haces informes?
—Es su nueva forma de mantenerme
ocupada.
Pero Guido no iba a rendirse tan
fácil.
—Puedo ayudarte, si quieres. Así
terminaríamos rápido, y nos sobraría tiempo para charlar.
“¡Claro! ¡Charlar!”, pensó Paula.
Como si un fulano como ese, que cobraba por hablar, estuviera dispuesto a
hacerlo gratis con alguien como ella. ¡Mentira tres!
—¡Me encantaría! De hecho podríamos
reunirnos cualquier tarde de estas para conversar, (Mentira dos). Pero ahora las
cámaras están encendidas, y...
—Podríamos apagarlas...
—Jamás apago las cámaras (Mentira
tres, ¡empate!). Le agradezco su ofrecimiento, pero como ve, no puedo
aceptarlo. Aunque, si todavía no desayunó, en el cafecito que está a su
izquierda sirven muy bien.
Lo previsto. Ante su negativa aquel
galán profesional se deshizo frente a sus ojos, como cualquier otro macho en
celo común y corriente.
¡Hombres!
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