—Son las doce y
media y la están aguardando en el estudio.
Mansamente la
muchacha se dejó guiar, aprovechando para contemplar esa casa que ahora era la
suya. Todo era hermoso y estaba decorado con gusto y elegancia. Pero había algo
raro en el lugar. Algo que no resultaba del todo natural… ¿Qué era?
Victoria tardó unos
minutos en darse cuenta: los pasillos iluminados, cada uno de esos ambientes espaciosos parecían sacados de
la foto de una revista. Costaba pensar que alguien vivía allí. No había
retratos familiares, sillas fuera de su sitio, o vasos abandonados en un
descuido. Todo era prolijo y aséptico. Una casa deseada por todos pero que no
le pertenecía a nadie.
Tras caminar unos
minutos y bajar una escalera imponente la tal Berta se detuvo y dio un paso al
costado. Ahora era ella, Victoria, la que se enfrentaba a su futuro y… ¿a su
familia?
Pero bastó entrar
para que se decepcionara. Al menos en parte. Había esperado encontrarse a sí
misma en la figura de sus hermanas. Por el contrario, las otras tres mujeres en
la sala, además de sus tías, no tenían para nada aquel “aire de familia” que
ella había visto en el espejo de la pensión. Eran parecidas entre sí, pero muy
distintas a ella. Si hubiera tenido que definirlas con un mote común las
hubiera llamado “las mujeres de pechos grandes”. Porque lo que más resaltaba de
su anatomía eran esos pechos voluminosos y extrañamente erguidos que las tres
mostraban con generosidad. Sus ojos eran marrones. Pero lo más curioso
resultaba su apariencia: nariz chata, y labios hinchados como si acabaran de
recibir un golpe. ¡Esos labios no podían ser reales!
Las mujeres, por
su parte, la observaron con descaro y sin ocultar sus aires de superioridad. La
mayor, (seguramente la segunda esposa de su padre), era exactamente igual a una
actriz de la televisión que animaba un programa de concursos telefónicos. Como
ella, su edad era indefinida y su cabello largo, de un rubio platinado que
hacía mal a la vista. La que le seguía, de unos veinte años, (¿Vanina, la amiga
de Fer?), estaba vestida con glamour y belleza. Era despampanante y tenía la
seguridad propia de quien se sabe hermosa. La más pequeña, por el contrario, de
un poco más de quince, tenía la vista fija en el piso y una mirada lánguida que
la emocionó. La pobre niña no parecía ser feliz.
Más allá, en el
fondo de la sala amplia, apoyado en una ventana, estaba “Ojos dulces”, el
muchacho que había conocido unas horas antes. Victoria intentó saludarlo, pero
él parecía inmerso en sus propios pensamientos, así que desistió.
Un hombre mayor
de mirada bondadosa surgió de la nada y se aproximó a ella.
—Soy el doctor
Amadeo Rolón, abogado y amigo de tu padre. Y en su nombre quisiera darte la
bienvenida a esta familia y…
No pudo
continuar. La mujer de pelo platinado se apuró a interrumpirlo:
—Sí, sí… ¡Muy
conmovedor! Pero estamos aquí por negocios… —Y dicho esto se dirigió
directamente a Victoria—: Yo soy Mercedes, la esposa de tu padre.
—La segunda
esposa —acotó la tía Roberta, mientras acomodaba con coquetería su ridículo
cabello oscuro.
—La esposa que lo
soportó por más de veinte años —se defendió con furia la otra, y volvió a
encarar a su hijastra—: Mira, no sé cuánto sabes tú del asunto… O cuanto te
habrán contado tus queridas tías Cora y Roberta. Pero los bienes de tu padre no
eran tantos. El principal, la fábrica de “Calzados deportivos Ferrari”, estaba
casi en quiebra. Afortunadamente el señor Roberto Loria nos ha hecho una oferta
por ella más que generosa. Una oferta que hemos aceptado. La venta es un hecho
y espero que…
—¡Eso lo veremos!
—intervino Cora, la más canosa de las hermanas Ferrari.
—No hay mucho que
ver. Tú y tu hermana tienen el diez por ciento de la empresa. El resto se
reparte entre mis hijas, yo, y…
La mujer miró a
Victoria con desprecio y algo de asco, y luego continuó: —esta nueva hija —dijo
al fin. Y dirigiéndose nuevamente a sus cuñadas, gritó—: ¡La venta no se
discute!
—No es así
—terció el doctor Rolón.
—Yo soy la
esposa. Por ley me corresponde la mitad de…
Pero Rolón no la
dejó terminar: —De nada —dijo.
El muchacho de
los ojos dulces, que contemplaba la escena desde el otro lado de la sala,
agachó la cabeza y desvió la mirada. Era como si fuera culpable de algo de lo
que allí se trataba. Victoria, que se sentía una simple espectadora en esa
lucha de intereses, lo había estado observando desde su llegada. Y es que había
algo en él que la conmovía.
—¡Cómo que nada!
—aulló la tal Mercedes al escuchar las palabras del abogado. Y semejante grito
hizo regresar a Victoria a la realidad.
—Cálmate, por
favor. No hagas otra de tus escenas —la reconvino el abogado.
Pero la mujer seguía
bramando, así que fue Cora, la más brava de las Ferrari, la que se impuso:
—Razona, por favor. En el setenta y ocho nuestro hermano nos cedió a Roberta y
a mí el diez por ciento de “Calzados deportivos Ferrari”. El resto lo puso a
nombre de Margarita.
—¿Quién es
Margarita? —preguntó con inocencia Victoria, que ya estaba mareada con tantos
nombres.
—Tu madre
—respondió la tía Roberta como si tal cosa, y todos siguieron discutiendo.
Victoria, por el
contrario, se estremeció. Ya no podía escuchar más.
¡Su madre! Su
verdadera madre. Margarita.
Y se dejó acariciar por aquel nombre
dulce.
—¿Tienen alguna
foto de ella? —preguntó emocionada.
Nadie le
respondió. Indiferentes, continuaban peleando. Pero la voz estridente de
Mercedes se impuso sobre las demás:
—¿Entonces yo que
tengo? —aulló.
—Deja que te
explique —insistió Rolón—. Al ser el
noventa por ciento de la fábrica un bien propio de Margarita, tras su muerte
Victoria heredó automáticamente el cuarenta y cinco por ciento del capital
total. Ahora, con la desaparición de Aldo, el restante cuarenta y cinco por
ciento deberá dividirse a partes iguales entre Vanina, Esmeralda, Victoria y
tú. Por lo tanto la decisión de la venta sólo puede ser tomada por tu hijastra,
que tiene ahora la mayoría accionaria.
—Y entonces,
¿cuánto me toca a mí de los dos millones? —preguntó espantada Vanina.
—No están más los
dos millones, estúpida— le aclaró su hermana menor, que hasta entonces se había
mantenido con la vista fija en el piso y un aire ausente—. Ahora todo es de
ella —dijo, señalándola a Victoria.
—¡Esto es
inaudito! —bramó Mercedes—. ¿Cómo se
supone que vamos a sobrevivir?... ¿Con qué vamos a mantener esta casa?
—Bueno, querida,
lamento decirte que ese tampoco será problema tuyo —dijo Rolón, sin poder esta
vez ocultar la satisfacción que sentía—. Esta casa, los campos de Mendoza, la
casona de Punta del Este, los cuadros… Todo eso es herencia de los Carreras.
—¿Quiénes son los
Carreras? —volvió a preguntar Victoria. Pero otra vez nadie le respondió.
—¿Pero hay alguna
puta cosa en esta herencia que fuera del inútil de mi marido?
—¡Por supuesto!
El auto, el velero y la amarra son bienes gananciales, es decir: del
matrimonio. La mitad de ellos son tuyos. El resto de los bienes son legados de
la familia Carreras a tu esposo, dados con la expresa condición de que fueran
entregados a su nieta cuando apareciera. Si Aldo fallecía y no se podía
encontrar a Victoria todo pasaba al Hospital de Niños. Y, lamento decirte, tu tiempo se estaba
agotando. Ya faltaban sólo dos meses para que tuvieras que entregar esta casa y
las demás propiedades. Desde ese punto de vista la llegada de tu hijastra ha
sido una bendición para ti.
—¿La casa tampoco
es nuestra? —decodificó Vanina, buscando confirmación en “Ojos dulces”: —¿Es
cierto eso?
El muchacho no
respondió.
—Entonces
nosotras sólo retenemos el… ¿cuánto?... ¿Un miserable treinta y seis por ciento
de la fábrica?
—¡No cuentes mi
parte como si fuera tuya! —increpó a su madre Esmeralda, la más pequeña de las
Ferrari—. No sueñes con poner tus garras en mi “once con veinticinco por
ciento”. Yo me ocuparé de él cuando sea mayor de edad.
“¡Rápida para las
cuentas!”, pensó Victoria. “Ésta es de las mías”, se dijo. Y sonrió.
Había llegado la
hora de intervenir.
—Yo… —comenzó.
Pero su tía Cora
no la dejó terminar: —Tú tienes la obligación de salvar a la fábrica de la
quiebra. Es nuestra única fuente de ingresos y tú tienes que…
—¿Yo?—se defendió
Victoria—. Yo no estoy capacitada como para…
—¡Tonterías!—la
volvió a interrumpir la dama—. Tu padre dijo que eras brillante. ¿Y acaso no
sacaste medalla de oro en tu promoción?
Victoria sonrió
por la inocencia de su tía.
—Se necesita más
que eso para ser una buena empresaria —le dijo.
—¡Es tu
obligación!... ¡Es el legado de tu padre! —se desesperó la tía Roberta.
—Era el sueño de
tu padre… —agregó Cora con voz serena—. Y gracias a ese sueño pudo morir en
paz.
Victoria la miró
con recelo. Sabía que la estaba manipulando. Pero sus palabras no dejaban de
tener por eso algo de verdad.
—Puedo
intentarlo… —concedió al fin. Pero no la dejaron terminar. Ya las “hermanitas
Ferrari” y el buen Rolón estaban festejando.
Victoria los
observó en silencio. ¡Finalmente quedaban claros los motivos de “sus dulces
tías” para buscarla con tanto empeño!
(Tomado de
Pequeños Pecados, Libro I, c. 2)
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