jueves, 12 de enero de 2017

REUNIÓN DE FAMILIA







—Son las doce y media y la están aguardando en el estudio.
Mansamente la muchacha se dejó guiar, aprovechando para contemplar esa casa que ahora era la suya. Todo era hermoso y estaba decorado con gusto y elegancia. Pero había algo raro en el lugar. Algo que no resultaba del todo natural… ¿Qué era?
Victoria tardó unos minutos en darse cuenta: los pasillos iluminados, cada uno de  esos ambientes espaciosos parecían sacados de la foto de una revista. Costaba pensar que alguien vivía allí. No había retratos familiares, sillas fuera de su sitio, o vasos abandonados en un descuido. Todo era prolijo y aséptico. Una casa deseada por todos pero que no le pertenecía a nadie.
Tras caminar unos minutos y bajar una escalera imponente la tal Berta se detuvo y dio un paso al costado. Ahora era ella, Victoria, la que se enfrentaba a su futuro y… ¿a su familia?
Pero bastó entrar para que se decepcionara. Al menos en parte. Había esperado encontrarse a sí misma en la figura de sus hermanas. Por el contrario, las otras tres mujeres en la sala, además de sus tías, no tenían para nada aquel “aire de familia” que ella había visto en el espejo de la pensión. Eran parecidas entre sí, pero muy distintas a ella. Si hubiera tenido que definirlas con un mote común las hubiera llamado “las mujeres de pechos grandes”. Porque lo que más resaltaba de su anatomía eran esos pechos voluminosos y extrañamente erguidos que las tres mostraban con generosidad. Sus ojos eran marrones. Pero lo más curioso resultaba su apariencia: nariz chata, y labios hinchados como si acabaran de recibir un golpe. ¡Esos labios no podían ser reales!
Las mujeres, por su parte, la observaron con descaro y sin ocultar sus aires de superioridad. La mayor, (seguramente la segunda esposa de su padre), era exactamente igual a una actriz de la televisión que animaba un programa de concursos telefónicos. Como ella, su edad era indefinida y su cabello largo, de un rubio platinado que hacía mal a la vista. La que le seguía, de unos veinte años, (¿Vanina, la amiga de Fer?), estaba vestida con glamour y belleza. Era despampanante y tenía la seguridad propia de quien se sabe hermosa. La más pequeña, por el contrario, de un poco más de quince, tenía la vista fija en el piso y una mirada lánguida que la emocionó. La pobre niña no parecía ser feliz.
Más allá, en el fondo de la sala amplia, apoyado en una ventana, estaba “Ojos dulces”, el muchacho que había conocido unas horas antes. Victoria intentó saludarlo, pero él parecía inmerso en sus propios pensamientos, así que desistió.
Un hombre mayor de mirada bondadosa surgió de la nada y se aproximó a ella.
—Soy el doctor Amadeo Rolón, abogado y amigo de tu padre. Y en su nombre quisiera darte la bienvenida a esta familia y…
No pudo continuar. La mujer de pelo platinado se apuró a interrumpirlo:
—Sí, sí… ¡Muy conmovedor! Pero estamos aquí por negocios… —Y dicho esto se dirigió directamente a Victoria—: Yo soy Mercedes, la esposa de tu padre.
—La segunda esposa —acotó la tía Roberta, mientras acomodaba con coquetería su ridículo cabello oscuro.
—La esposa que lo soportó por más de veinte años —se defendió con furia la otra, y volvió a encarar a su hijastra—: Mira, no sé cuánto sabes tú del asunto… O cuanto te habrán contado tus queridas tías Cora y Roberta. Pero los bienes de tu padre no eran tantos. El principal, la fábrica de “Calzados deportivos Ferrari”, estaba casi en quiebra. Afortunadamente el señor Roberto Loria nos ha hecho una oferta por ella más que generosa. Una oferta que hemos aceptado. La venta es un hecho y espero que…
—¡Eso lo veremos! —intervino Cora, la más canosa de las hermanas Ferrari.
—No hay mucho que ver. Tú y tu hermana tienen el diez por ciento de la empresa. El resto se reparte entre mis hijas, yo, y…
La mujer miró a Victoria con desprecio y algo de asco, y luego continuó: —esta nueva hija —dijo al fin. Y dirigiéndose nuevamente a sus cuñadas, gritó—: ¡La venta no se discute!
—No es así —terció el doctor Rolón.
—Yo soy la esposa. Por ley me corresponde la mitad de…
Pero Rolón no la dejó terminar: —De nada —dijo.
El muchacho de los ojos dulces, que contemplaba la escena desde el otro lado de la sala, agachó la cabeza y desvió la mirada. Era como si fuera culpable de algo de lo que allí se trataba. Victoria, que se sentía una simple espectadora en esa lucha de intereses, lo había estado observando desde su llegada. Y es que había algo en él que la conmovía.
—¡Cómo que nada! —aulló la tal Mercedes al escuchar las palabras del abogado. Y semejante grito hizo regresar a Victoria a la realidad.
—Cálmate, por favor. No hagas otra de tus escenas —la reconvino el abogado.
Pero la mujer seguía bramando, así que fue Cora, la más brava de las Ferrari, la que se impuso: —Razona, por favor. En el setenta y ocho nuestro hermano nos cedió a Roberta y a mí el diez por ciento de “Calzados deportivos Ferrari”. El resto lo puso a nombre de Margarita.
—¿Quién es Margarita? —preguntó con inocencia Victoria, que ya estaba mareada con tantos nombres.
—Tu madre —respondió la tía Roberta como si tal cosa, y todos siguieron discutiendo.
Victoria, por el contrario, se estremeció. Ya no podía escuchar más.
¡Su madre! Su verdadera madre. Margarita.
 Y se dejó acariciar por aquel nombre dulce. 
—¿Tienen alguna foto de ella? —preguntó emocionada.
Nadie le respondió. Indiferentes, continuaban peleando. Pero la voz estridente de Mercedes se impuso sobre las demás:
—¿Entonces yo que tengo? —aulló.
—Deja que te explique —insistió Rolón—.  Al ser el noventa por ciento de la fábrica un bien propio de Margarita, tras su muerte Victoria heredó automáticamente el cuarenta y cinco por ciento del capital total. Ahora, con la desaparición de Aldo, el restante cuarenta y cinco por ciento deberá dividirse a partes iguales entre Vanina, Esmeralda, Victoria y tú. Por lo tanto la decisión de la venta sólo puede ser tomada por tu hijastra, que tiene ahora la mayoría accionaria.
—Y entonces, ¿cuánto me toca a mí de los dos millones? —preguntó espantada Vanina.
—No están más los dos millones, estúpida— le aclaró su hermana menor, que hasta entonces se había mantenido con la vista fija en el piso y un aire ausente—. Ahora todo es de ella —dijo, señalándola a Victoria.
—¡Esto es inaudito!  —bramó Mercedes—. ¿Cómo se supone que vamos a sobrevivir?... ¿Con qué vamos a mantener esta casa?
—Bueno, querida, lamento decirte que ese tampoco será problema tuyo —dijo Rolón, sin poder esta vez ocultar la satisfacción que sentía—. Esta casa, los campos de Mendoza, la casona de Punta del Este, los cuadros… Todo eso es herencia de los Carreras.
—¿Quiénes son los Carreras? —volvió a preguntar Victoria. Pero otra vez nadie le respondió.
—¿Pero hay alguna puta cosa en esta herencia que fuera del inútil de mi marido?
—¡Por supuesto! El auto, el velero y la amarra son bienes gananciales, es decir: del matrimonio. La mitad de ellos son tuyos. El resto de los bienes son legados de la familia Carreras a tu esposo, dados con la expresa condición de que fueran entregados a su nieta cuando apareciera. Si Aldo fallecía y no se podía encontrar a Victoria todo pasaba al Hospital de Niños.  Y, lamento decirte, tu tiempo se estaba agotando. Ya faltaban sólo dos meses para que tuvieras que entregar esta casa y las demás propiedades. Desde ese punto de vista la llegada de tu hijastra ha sido una bendición para ti.
—¿La casa tampoco es nuestra? —decodificó Vanina, buscando confirmación en “Ojos dulces”: —¿Es cierto eso?
El muchacho no respondió.
—Entonces nosotras sólo retenemos el… ¿cuánto?... ¿Un miserable treinta y seis por ciento de la fábrica?
—¡No cuentes mi parte como si fuera tuya! —increpó a su madre Esmeralda, la más pequeña de las Ferrari—. No sueñes con poner tus garras en mi “once con veinticinco por ciento”. Yo me ocuparé de él cuando sea mayor de edad.
“¡Rápida para las cuentas!”, pensó Victoria. “Ésta es de las mías”, se dijo. Y sonrió.
Había llegado la hora de intervenir.
—Yo… —comenzó.
Pero su tía Cora no la dejó terminar: —Tú tienes la obligación de salvar a la fábrica de la quiebra. Es nuestra única fuente de ingresos y tú tienes que…
—¿Yo?—se defendió Victoria—. Yo no estoy capacitada como para…
—¡Tonterías!—la volvió a interrumpir la dama—. Tu padre dijo que eras brillante. ¿Y acaso no sacaste medalla de oro en tu promoción?
Victoria sonrió por la inocencia de su tía.
—Se necesita más que eso para ser una buena empresaria —le dijo.
—¡Es tu obligación!... ¡Es el legado de tu padre! —se desesperó la tía Roberta.
—Era el sueño de tu padre… —agregó Cora con voz serena—. Y gracias a ese sueño pudo morir en paz.
Victoria la miró con recelo. Sabía que la estaba manipulando. Pero sus palabras no dejaban de tener por eso algo de verdad.
—Puedo intentarlo… —concedió al fin. Pero no la dejaron terminar. Ya las “hermanitas Ferrari” y el buen Rolón estaban festejando.
Victoria los observó en silencio. ¡Finalmente quedaban claros los motivos de “sus dulces tías” para buscarla con tanto empeño!


(Tomado de Pequeños Pecados, Libro I, c. 2)


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