Toda la seguridad
adquirida al mirarse al espejo esa mañana Victoria la había perdido al conducir
el magnífico auto importado que le asignaran para ir a la empresa, en su primer
día de trabajo. Y es que si bien ella manejaba desde los trece, (repartiendo
por el pueblo lo que cultivaban en la granja), y siempre lo había hecho con
pericia y destreza, los autos que condujera hasta entonces, (el de Cohen
incluido), eran del tipo de los que debían domarse a fuerza de pura voluntad.
Pero ese bello Mercedes, en cambio, sólo necesitaba un tenue susurro para que
toda su potencia rugiera.
Y al parecer ella
era incapaz de susurrar.
(Por cierto, ¡los
tacones tampoco ayudaban!)
Así que tuvo que
resignarse, muy a su pesar, a las barbaridades que gritaban los demás
conductores cada vez que cometía un error. Sin embargo peor aún resultó tener
que hacer los últimos metros dentro del garaje de la empresa hasta llegar a su
estacionamiento, bajo la mirada condescendiente de porteros y empleados que
observaban con una sonrisa los frenazos y las aceleradas innecesarias. ¡Mal
comienzo!
Cuando llegó a la
sala adonde se reunía el directorio las cosas no mejoraron. Había allí al menos
diez ancianos, (el único joven era un tal Cardozo), y todos ellos la miraban
con suma desconfianza. De inmediato entendió que no iba a ser nada fácil
ganarse el favor de semejante audiencia, pero igual lo intentó.
¡Cómo lo intentó!
Se esforzó por
hablar con lentitud y autoridad. Pero para su sorpresa esos señores comenzaron
a reaccionar de una forma muy extraña ante sus palabras. No gritaban, (como
hubiera esperado). No se oponían… Sólo se sonreían, mirándose encantados unos a
otros, como si ella fuera una desnudista en medio de un club sólo para hombres.
¡¿Qué estaba
haciendo mal?! Ciertamente podían diferir con su análisis de la situación,
pero… ¡Estaba segura de no estar diciendo ninguna tontería! ¿O sí?
Presa de su
propia falta de seguridad, Victoria comenzó a tartamudear. Y, peor aún, a
medida que los otros se burlaban más abiertamente de ella fue bajando el tono
de voz. Y finalmente se calló por completo.
Sintió que los
ojos se le llenaban de lágrimas. El odio y la impotencia la embargaban. Y es
que para alguien tan pendiente de la aprobación de los demás como ella, esas
burlas eran casi imposibles de tolerar. Era como la peor de las pesadillas,
pero sin la esperanza de un despertar que borrara la memoria de lo ocurrido.
—Señorita Ferrari
—dijo al fin en tono condescendiente el que parecía mayor de todos—, lamento
que se haya tomado tanto trabajo. Entiendo su entusiasmo y lo apruebo. Se nota
que fue usted, como se ufanaba su padre, una alumna brillante… Pero esta no es
la facultad. Esta es la vida real. Los datos en que basó su informe… ¡Por Dios!
Hace más de cinco años que no tenemos esas ventas. Y tampoco esos son nuestros
pasivos. ¡Creo que le han jugado una mala pasada!
Todos comenzaron
a reír, divertidos.
Entonces la pobre
Victoria se dejó caer sobre su imponente sillón de directora totalmente
abrumada. Se sentía pequeñísima sentada en él.
Pero bastó ver a
esos idiotas a cierta distancia para que en su cabeza algo hiciera un “clic”.
Recordó la
primera asamblea de accionistas a la que había concurrido, muchos años atrás,
cuando recién comenzaba a trabajar en el estudio contable. Un fulano la había
tratado muy mal, y ella, incapaz de responderle, no había podido evitar las
lágrimas. Al terminar la reunión, avergonzada, se había acercado a Cohen
dispuesta a renunciar. Pero él…, (¡todavía se estremecía al recordarlo!), él,
en vez de gritarle como ella esperaba, le había hablado con suavidad:
“Nunca muestres tu debilidad”, le había dicho.
“Si un cobarde te lastima, trátalo como lo que es: simple basura. Es la única
forma en que esos tipos entienden. No les des el gusto de verte fracasar”.
¡Cohen!
Y como si su jefe
estuviera ahora allí, sentado junto a ella, Victoria decidió obedecerlo una vez
más. Respiró hondo, se calmó, dejó que todos se rieran, y luego les habló en
tono firme, (el tono que Cohen le había enseñado):
—Veo que, a pesar
de las continuas pérdidas de esta empresa, no han perdido el humor ni las ganas
de jugar. Veo que les sobra el tiempo para reír y hacer bromas pesadas. Yo,
señores, en cambio, no me voy a limitar a llorar por su estupidez y su
ineficiencia. Porque ustedes, perdón que sea tan franca, son todos unos
inútiles.
—¡Niña!... Más
respeto. Algunos hemos trabajado durante veinte años codo a codo con tu
padre—gritó enfurecido uno.
—Y muchos más han
conspirado durante ese tiempo en su contra. ¡Por eso estamos como estamos, y
ustedes lo saben!
—¿Nos echas la
culpa de lo que ha ocurrido en este país?
—Otras empresas
sortearon los problemas del país. En cambio esta se hunde… ¡Y ahora me doy
cuenta por qué! Demasiadas risas… Pero
he venido para cortar cabezas, empezando por la del idiota que me entregó estos
datos.
—Fue una broma —trató
de contemporizar uno.
—Y la entiendo. Y
pienso reírme. Mañana, cuando el responsable de hacerme perder el tiempo a mí y
a los demás esté afuera de la empresa.
—No puedes hacer
eso.
Victoria se
limitó a sonreír, confiada. Por dentro temblaba, pero como Cohen le había
enseñado no se dejó intimidar.
—Don Antonio
lleva más de veinte años en esta empresa y no puedes… —comenzó a decir Cardozo
con magnanimidad.
Pero su compinche
se espantó.
—¿Qué dices,
Cardozo? El informe lleva mi nombre, pero lo has hecho tú..., ¿recuerdas?
—¿Y acaso es
común que usted ponga su rúbrica en cosa ajenas? —inquirió Victoria con ironía.
Se produjo un
breve encontronazo entre los dos antiguos amigos, pero su nueva jefa no los
dejó continuar.
—Señores —dijo
con autoridad pero en un tono calculadamente bajo–. No voy a discutir. Mi
tiempo vale demasiado. Esta mañana fue muy productiva. Gracias a ella tengo la
certeza de que no puedo confiar en ninguno de ustedes.
—¡Los demás no
hemos…!—comenzó a defenderse uno.
—Los demás no han
hecho nada para evitar esta vergüenza. Se suponía que en ustedes debía
apoyarme. La falla de uno es la de todos. Y “los demás”, los que no
participaron, ni siquiera se escandalizaron por el tiempo perdido. Pero no
importa. Como decía, esta fue una mañana que sirvió para que me hablaran de sus
lealtades… ¡Y pienso tenerlo muy en cuenta!
Victoria se puso
de pie, y todos esos hombres también lo hicieron, obedientes.
—Señores, no
perdamos más tiempo. Para mañana por la tarde quiero que cada uno de ustedes me
den un informe similar al que acaban de escuchar, pero basado en los datos que
particularmente manejan. Luego voy a corroborarlos con mi gente, así que no
intenten ser “creativos”. En cuanto a usted, Don Antonio… En consideración a su
edad, a partir de mañana deberá mudarse a las oficinas de Lomas de Zamora.
—Pero allí no hay
nada —se espantó el viejo.
—¿Cómo que nada?
A partir de mañana allí va a estar a usted. ¡Lo quiero lejos de toda
información! ¿Le queda claro?
Don Antonio no se
atrevió a contestar.
—Pero dado que el
señor Cardozo es bastante menor, me siento en libertad como para permitirle
encontrar diversión en otro sitio.
—¿Adónde piensas
enviarme?
—A la calle.
—Mi
desvinculación va a costarte una fortuna.
—Las industrias
Ferrari están casi en quiebra. Yo no. Así que puedo darme el pequeño lujo de
invertir en buenos abogados. Adiós, señor Cardozo. No ha sido ningún placer el
conocerlo… En cuanto a los demás, los espero mañana, siete de la tarde, con los
informes concluidos… ¡Y basta de tonterías, por favor!
Y recién entonces
Victoria se permitió la satisfacción de salir de aquel maldito lugar pisando
muy fuerte con sus tacones altísimos.
¡Para eso era una
mujer!
(Tomado
de:
Pequeños Pecados , Libro
1, cap. 4)
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