lunes, 16 de enero de 2017

CONFRONTACIÓN







Toda la seguridad adquirida al mirarse al espejo esa mañana Victoria la había perdido al conducir el magnífico auto importado que le asignaran para ir a la empresa, en su primer día de trabajo. Y es que si bien ella manejaba desde los trece, (repartiendo por el pueblo lo que cultivaban en la granja), y siempre lo había hecho con pericia y destreza, los autos que condujera hasta entonces, (el de Cohen incluido), eran del tipo de los que debían domarse a fuerza de pura voluntad. Pero ese bello Mercedes, en cambio, sólo necesitaba un tenue susurro para que toda su potencia rugiera.
Y al parecer ella era incapaz de susurrar.
(Por cierto, ¡los tacones tampoco ayudaban!)
Así que tuvo que resignarse, muy a su pesar, a las barbaridades que gritaban los demás conductores cada vez que cometía un error. Sin embargo peor aún resultó tener que hacer los últimos metros dentro del garaje de la empresa hasta llegar a su estacionamiento, bajo la mirada condescendiente de porteros y empleados que observaban con una sonrisa los frenazos y las aceleradas innecesarias. ¡Mal comienzo!
Cuando llegó a la sala adonde se reunía el directorio las cosas no mejoraron. Había allí al menos diez ancianos, (el único joven era un tal Cardozo), y todos ellos la miraban con suma desconfianza. De inmediato entendió que no iba a ser nada fácil ganarse el favor de semejante audiencia, pero igual lo intentó. 
¡Cómo lo intentó!
Se esforzó por hablar con lentitud y autoridad. Pero para su sorpresa esos señores comenzaron a reaccionar de una forma muy extraña ante sus palabras. No gritaban, (como hubiera esperado). No se oponían… Sólo se sonreían, mirándose encantados unos a otros, como si ella fuera una desnudista en medio de un club sólo para hombres.
¡¿Qué estaba haciendo mal?! Ciertamente podían diferir con su análisis de la situación, pero… ¡Estaba segura de no estar diciendo ninguna tontería! ¿O sí?
Presa de su propia falta de seguridad, Victoria comenzó a tartamudear. Y, peor aún, a medida que los otros se burlaban más abiertamente de ella fue bajando el tono de voz. Y finalmente se calló por completo.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El odio y la impotencia la embargaban. Y es que para alguien tan pendiente de la aprobación de los demás como ella, esas burlas eran casi imposibles de tolerar. Era como la peor de las pesadillas, pero sin la esperanza de un despertar que borrara la memoria de lo ocurrido.
—Señorita Ferrari —dijo al fin en tono condescendiente el que parecía mayor de todos—, lamento que se haya tomado tanto trabajo. Entiendo su entusiasmo y lo apruebo. Se nota que fue usted, como se ufanaba su padre, una alumna brillante… Pero esta no es la facultad. Esta es la vida real. Los datos en que basó su informe… ¡Por Dios! Hace más de cinco años que no tenemos esas ventas. Y tampoco esos son nuestros pasivos. ¡Creo que le han jugado una mala pasada!
Todos comenzaron a reír, divertidos.
Entonces la pobre Victoria se dejó caer sobre su imponente sillón de directora totalmente abrumada. Se sentía pequeñísima sentada en él.
Pero bastó ver a esos idiotas a cierta distancia para que en su cabeza algo hiciera un “clic”.
Recordó la primera asamblea de accionistas a la que había concurrido, muchos años atrás, cuando recién comenzaba a trabajar en el estudio contable. Un fulano la había tratado muy mal, y ella, incapaz de responderle, no había podido evitar las lágrimas. Al terminar la reunión, avergonzada, se había acercado a Cohen dispuesta a renunciar. Pero él…, (¡todavía se estremecía al recordarlo!), él, en vez de gritarle como ella esperaba, le había hablado con suavidad:
 “Nunca muestres tu debilidad”, le había dicho. “Si un cobarde te lastima, trátalo como lo que es: simple basura. Es la única forma en que esos tipos entienden. No les des el gusto de verte fracasar”.
¡Cohen!
Y como si su jefe estuviera ahora allí, sentado junto a ella, Victoria decidió obedecerlo una vez más. Respiró hondo, se calmó, dejó que todos se rieran, y luego les habló en tono firme, (el tono que Cohen le había enseñado):
—Veo que, a pesar de las continuas pérdidas de esta empresa, no han perdido el humor ni las ganas de jugar. Veo que les sobra el tiempo para reír y hacer bromas pesadas. Yo, señores, en cambio, no me voy a limitar a llorar por su estupidez y su ineficiencia. Porque ustedes, perdón que sea tan franca, son todos unos inútiles.
—¡Niña!... Más respeto. Algunos hemos trabajado durante veinte años codo a codo con tu padre—gritó enfurecido uno.
—Y muchos más han conspirado durante ese tiempo en su contra. ¡Por eso estamos como estamos, y ustedes lo saben!
—¿Nos echas la culpa de lo que ha ocurrido en este país?
—Otras empresas sortearon los problemas del país. En cambio esta se hunde… ¡Y ahora me doy cuenta por qué! Demasiadas risas…  Pero he venido para cortar cabezas, empezando por la del idiota que me entregó estos datos.
—Fue una broma —trató de contemporizar uno.
—Y la entiendo. Y pienso reírme. Mañana, cuando el responsable de hacerme perder el tiempo a mí y a los demás esté afuera de la empresa.
—No puedes hacer eso.
Victoria se limitó a sonreír, confiada. Por dentro temblaba, pero como Cohen le había enseñado no se dejó intimidar.
—Don Antonio lleva más de veinte años en esta empresa y no puedes… —comenzó a decir Cardozo con magnanimidad.
Pero su compinche se espantó.
—¿Qué dices, Cardozo? El informe lleva mi nombre, pero lo has hecho tú..., ¿recuerdas?
—¿Y acaso es común que usted ponga su rúbrica en cosa ajenas? —inquirió Victoria con ironía.
Se produjo un breve encontronazo entre los dos antiguos amigos, pero su nueva jefa no los dejó continuar.
—Señores —dijo con autoridad pero en un tono calculadamente bajo–. No voy a discutir. Mi tiempo vale demasiado. Esta mañana fue muy productiva. Gracias a ella tengo la certeza de que no puedo confiar en ninguno de ustedes.
—¡Los demás no hemos…!—comenzó a defenderse uno.
—Los demás no han hecho nada para evitar esta vergüenza. Se suponía que en ustedes debía apoyarme. La falla de uno es la de todos. Y “los demás”, los que no participaron, ni siquiera se escandalizaron por el tiempo perdido. Pero no importa. Como decía, esta fue una mañana que sirvió para que me hablaran de sus lealtades… ¡Y pienso tenerlo muy en cuenta!
Victoria se puso de pie, y todos esos hombres también lo hicieron, obedientes.
—Señores, no perdamos más tiempo. Para mañana por la tarde quiero que cada uno de ustedes me den un informe similar al que acaban de escuchar, pero basado en los datos que particularmente manejan. Luego voy a corroborarlos con mi gente, así que no intenten ser “creativos”. En cuanto a usted, Don Antonio… En consideración a su edad, a partir de mañana deberá mudarse a las oficinas de Lomas de Zamora.
—Pero allí no hay nada —se espantó el viejo.
—¿Cómo que nada? A partir de mañana allí va a estar a usted. ¡Lo quiero lejos de toda información! ¿Le queda claro?
Don Antonio no se atrevió a contestar.
—Pero dado que el señor Cardozo es bastante menor, me siento en libertad como para permitirle encontrar diversión en otro sitio.
—¿Adónde piensas enviarme?
—A la calle.
—Mi desvinculación va a costarte una fortuna.
—Las industrias Ferrari están casi en quiebra. Yo no. Así que puedo darme el pequeño lujo de invertir en buenos abogados. Adiós, señor Cardozo. No ha sido ningún placer el conocerlo… En cuanto a los demás, los espero mañana, siete de la tarde, con los informes concluidos… ¡Y basta de tonterías, por favor!
Y recién entonces Victoria se permitió la satisfacción de salir de aquel maldito lugar pisando muy fuerte con sus tacones altísimos.
¡Para eso era una mujer!


(Tomado de: Pequeños Pecados , Libro 1, cap. 4)


No hay comentarios: